Las palabras,
una niña y la esperanza
Cuando acababa de
cumplir cinco años mi mamá murió. Tuvo una gripe como la que tiene cualquiera,
se hizo infección, pasó a una membrana del corazón y murió. En una semana.
Estas cosas pasan.
Frente a la muerte, ¿hay
esperanza?
Hay.
La esperanza son los
otros.
Hay esperanzas para la
niña, no para la madre.
Y la niña tiene que
enterarse: no hay esperanzas para la madre. Porque de otra manera se
empequeñecerán las esperanzas para la hija.
Y algo de esto pasó.
Nadie me dijo que mi madre había muerto. Nadie. Durante muchos días, semanas,
meses, miré la puerta de la casa de mi abuela, esperaba que se abriera. Una
puerta cerrada por completo, un corazón suspendido en esa espera.
Había que ser valiente
para decir a dos niñas tan pequeñas que su madre había muerto. Y por allí no
hubo ningún valiente. Había que saber cómo usar las palabras además. Esas cosas
no son fáciles de decir. Hay que buscar la manera. Hay que pensar cómo. Pero
hay que decirlo. Hay que hablar de lo que ya no tiene esperanza a esa niña para
que llore, para que tenga su dolor autorizado. Para que sepa que tiene que
buscar dónde poner ese amor que sentía y ya no tiene cuerpo. Las palabras no
son asuntos de cobardes. Puedo entender que hubiera un dolor tan fuerte que
imposibilitara hablar del asunto. Puedo entenderlo yo a los 46 años. No puede
entenderlo mi niña de cinco.
Lo supe cuando ya había
otra persona que fue quien ayudó a decirlo. Vino otra persona, tal
vez demasiado pronto, y empujó a hablar de lo que no tiene esperanza. Y yo le
agradezco.
He decidido contar esta
circunstancia de mi vida porque creo que nada tiene tanta fuerza como una verdad
particular. Y eso le da sentido a la literatura para mí. Las palabras que otro
ha escrito, esas que ha encontrado en una búsqueda tan propia, tan alejada de
“lo que debe ser” o de verdades
universales, esas íntimas palabras, son las que me hablan de mí.
Y creo que algo hay que
poder decir de lo que no tiene esperanza. Y de todo lo demás también.
Enseguida encontré en
los libros las palabras que me hicieron falta. No fue lo mismo. Tuvo sus
efectos, crecí con más confianza en esos libros que en los que me rodeaban. Las
personas abandonan, los libros quedan. Las personas que dicen que te quieren y
te van a cuidar, te dejan parada frente a la puerta. Las personas no se atreven
a decirte lo que por derecho propio tenés que saber.
Pero aquellos libros que
guardaban palabras para decir lo que fuera necesario vinieron a ofrecerme un
cuerpo. Yo digo que los libros me salvaron la vida.
Y no fue porque me
explicaran verdades universales o me dijeran lo que no había sido dicho. No fue
porque tuvieran la intención de hablarme. Fue porque por un maravilloso misterio,
las palabras que había escrito un autor para hablar de sus verdades particulares,
gracias a la metáfora, hablaban de mis verdades. Un autor comprometido con su
búsqueda profunda anudaba sus emociones, pensamientos, absurdos, locuras a las
palabras y me llegaban vueltas sobre mí. No quiero desentrañar ese misterio ni
creo que nadie pueda hacerlo. Las palabras que había elegido otro para contar
lo que tuviera que contar se transformaban en las palabras que mi niña andaba
necesitando. Y la única condición para que la magia se pusiera en
funcionamiento era la de una verdad (del escritor) oculta bajo esa superficie
de letra.
Hubiera sido hermoso
tener una esperanza que trajera a mi madre. Pero yo tenía cinco años y ella
estaba muerta. Nada puede evitar que cosas así ocurran a los niños. Y no es
necesaria una circunstancia tan extrema. Los niños viven en este mundo enorme.
Ven, sienten, piensan cosas, les pasan cosas y necesitan palabras para capturar
lo que se escapa. Lo que se pierde, lo que desaparece. Los niños tienen
tristezas y alegrías. Son tan completos como los adultos y tan complejos
también. Nadie reparte con justicia las tragedias ni las desdichas. A los
chicos les tocan. Y sufren. Y sospecho que somos los adultos los que
necesitamos sostener la ilusión de una infancia eternamente feliz, y a toda
costa ponemos en los niños el candor y la ingenuidad. Muchas veces ocultamos y callamos por
complacencia con nosotros mismos. Para estar más cómodos, para hablarle a la
infancia que nos gustaría que fuera, que no es ni por asomo, la que de verdad
es.
La literatura pone
palabras a lo inombrable sin proponérselo. Por eso es literatura. Está más
allá de las recetas, está más allá de la superficie. Esos garabatos locos que
dibujan letras tienen el poder de llevarnos a lo más oculto de nosotros mismos.
Ahí está el secreto. No se puede dominar. Lo que hay que contar emerge y se
libera de cualquier restricción si va a ser verdadero. Algo le habla a mi niña
y yo sé cuándo sucede. Y yo sé que a los niños puede contárseles cualquier
historia.
Hubo una niña que tuvo
que saber que un deseo propio no tenía esperanzas. Y vinieron las palabras a
tejer una red para evitar la caída. Y las palabras vinieron de la literatura.
Yo agradezco muchísimo a
mi madre una biblioteca abierta toda para mí. Y dedico a mi niña de cinco años
estas líneas. Y a todos los adultos valientes que acercan libros a los chicos.
Libros de autores que no tienen miedo de contar lo que hay que contar. Y que
saben como hacerlo. Y son muchísimos por fortuna. A ustedes compañeros de
viaje.