domingo, 20 de abril de 2014



Las palabras, una niña y la esperanza


Cuando acababa de cumplir cinco años mi mamá murió. Tuvo una gripe como la que tiene cualquiera, se hizo infección, pasó a una membrana del corazón y murió. En una semana. Estas cosas pasan.
Frente a la muerte, ¿hay esperanza?
Hay.
La esperanza son los otros.
Hay esperanzas para la niña, no para la madre.
Y la niña tiene que enterarse: no hay esperanzas para la madre. Porque de otra manera se empequeñecerán las esperanzas para la hija.
Y algo de esto pasó. Nadie me dijo que mi madre había muerto. Nadie. Durante muchos días, semanas, meses, miré la puerta de la casa de mi abuela, esperaba que se abriera. Una puerta cerrada por completo, un corazón suspendido en esa espera.
Había que ser valiente para decir a dos niñas tan pequeñas que su madre había muerto. Y por allí no hubo ningún valiente. Había que saber cómo usar las palabras además. Esas cosas no son fáciles de decir. Hay que buscar la manera. Hay que pensar cómo. Pero hay que decirlo. Hay que hablar de lo que ya no tiene esperanza a esa niña para que llore, para que tenga su dolor autorizado. Para que sepa que tiene que buscar dónde poner ese amor que sentía y ya no tiene cuerpo. Las palabras no son asuntos de cobardes. Puedo entender que hubiera un dolor tan fuerte que imposibilitara hablar del asunto. Puedo entenderlo yo a los 46 años. No puede entenderlo mi niña de cinco.
Lo supe cuando ya había otra persona que fue quien ayudó a decirlo. Vino otra persona, tal vez demasiado pronto, y empujó a hablar de lo que no tiene esperanza. Y yo le agradezco.
He decidido contar esta circunstancia de mi vida porque creo que nada tiene tanta fuerza como una verdad particular. Y eso le da sentido a la literatura para mí. Las palabras que otro ha escrito, esas que ha encontrado en una búsqueda tan propia, tan alejada de “lo que debe ser”  o de verdades universales, esas íntimas palabras, son las que me hablan de mí.
Y creo que algo hay que poder decir de lo que no tiene esperanza. Y de todo lo demás también.
Enseguida encontré en los libros las palabras que me hicieron falta. No fue lo mismo. Tuvo sus efectos, crecí con más confianza en esos libros que en los que me rodeaban. Las personas abandonan, los libros quedan. Las personas que dicen que te quieren y te van a cuidar, te dejan parada frente a la puerta. Las personas no se atreven a decirte lo que por derecho propio tenés que saber.
Pero aquellos libros que guardaban palabras para decir lo que fuera necesario vinieron a ofrecerme un cuerpo. Yo digo que los libros me salvaron la vida.
Y no fue porque me explicaran verdades universales o me dijeran lo que no había sido dicho. No fue porque tuvieran la intención de hablarme. Fue porque por un maravilloso misterio, las palabras que había escrito un autor para hablar de sus verdades particulares, gracias a la metáfora, hablaban de mis verdades. Un autor comprometido con su búsqueda profunda anudaba sus emociones, pensamientos, absurdos, locuras a las palabras y me llegaban vueltas sobre mí. No quiero desentrañar ese misterio ni creo que nadie pueda hacerlo. Las palabras que había elegido otro para contar lo que tuviera que contar se transformaban en las palabras que mi niña andaba necesitando. Y la única condición para que la magia se pusiera en funcionamiento era la de una verdad (del escritor) oculta bajo esa superficie de letra.
Hubiera sido hermoso tener una esperanza que trajera a mi madre. Pero yo tenía cinco años y ella estaba muerta. Nada puede evitar que cosas así ocurran a los niños. Y no es necesaria una circunstancia tan extrema. Los niños viven en este mundo enorme. Ven, sienten, piensan cosas, les pasan cosas y necesitan palabras para capturar lo que se escapa. Lo que se pierde, lo que desaparece. Los niños tienen tristezas y alegrías. Son tan completos como los adultos y tan complejos también. Nadie reparte con justicia las tragedias ni las desdichas. A los chicos les tocan. Y sufren. Y sospecho que somos los adultos los que necesitamos sostener la ilusión de una infancia eternamente feliz, y a toda costa ponemos en los niños el candor y la ingenuidad.  Muchas veces ocultamos y callamos por complacencia con nosotros mismos. Para estar más cómodos, para hablarle a la infancia que nos gustaría que fuera, que no es ni por asomo, la que de verdad es.  
La literatura pone palabras a lo inombrable sin proponérselo. Por eso es literatura. Está más allá de las recetas, está más allá de la superficie. Esos garabatos locos que dibujan letras tienen el poder de llevarnos a lo más oculto de nosotros mismos. Ahí está el secreto. No se puede dominar. Lo que hay que contar emerge y se libera de cualquier restricción si va a ser verdadero. Algo le habla a mi niña y yo sé cuándo sucede. Y yo sé que a los niños puede contárseles cualquier historia.
Hubo una niña que tuvo que saber que un deseo propio no tenía esperanzas. Y vinieron las palabras a tejer una red para evitar la caída. Y las palabras vinieron de la literatura.
Yo agradezco muchísimo a mi madre una biblioteca abierta toda para mí. Y dedico a mi niña de cinco años estas líneas. Y a todos los adultos valientes que acercan libros a los chicos. Libros de autores que no tienen miedo de contar lo que hay que contar. Y que saben como hacerlo. Y son muchísimos por fortuna. A ustedes compañeros de viaje.






viernes, 4 de abril de 2014

Sumo para no restar

 Paro la oreja. La conversación no es para mí pero estoy cerca. Profes de Lengua y Literatura hablan con fervor de sus asuntos. De los repertorios de lectura que han escogido para sus alumnos adolescentes: El Quijote, poesías de Becquer, cuentos de Cortázar, Borges, algo de Soriano, ¿cómo impugnar ese corpus?, ¿quién lo haría? Hablan de su amor por esos textos, que ha sido amor de jóvenes. Ha sido lo que leyeron y los enamoró durante su propia formación. “Ahora no tengo tiempo para leer”, dice alguien.
Oh… han escogido los textos que leyeron en los tiempos en que podían leer. Tiempos que se recuerdan con añoranza, cuando la vida no era el torbellino de urgencias domésticas que es.
Cómo juzgarlos. Entiendo de lo que hablan. No es fácil contradecir al mundo, abrir un libro y ponerse a leer con la pila de platos para lavar. No es fácil hacerlo. Porque luego, ya se sabe, no es fácil parar. Volver al tiempo en el que el libro era capaz de esa captura absoluta, capaz de lograr la ausencia completa del universo de los actos prácticos. No hablo de leer para preparar la clase que pone en el punto del leer “para” y es otra forma de lectura. Digo leer todo lo que “antoje”, que de allí saldrán las clases.
Porque sin querer la escuela tiende sus trampas de repetición y conservadurismo y la clase de literatura se convierte en una misa en latín. Todos salmodian su letanía para dejar contento al fulano y aprobar. Y el profe se ha convertido en su instrumento. Por sus viejos amores y su falta de tiempo.
Y cómo les gustaría a sus viejos amores entrar en diálogo con voces nuevas, frescas, desacantonadas. Lenguas que buscan su espacio en lo que ha germinado de aquellas. Los viejos van a vibrar en sus encuentros con estos “raros peinados nuevos” van a bajar del olimpo y a sacudirse el polvo. Y de paso nos lo sacuden a nosotros.
Porque no seremos los de literatura “los viejos vinagre” caídos del mundo que la tradición señala que debemos ser. De ninguna manera. Tampoco jóvenes adolescentes (esos son nuestros alumnos que tendrán todo para decir)
Una vez escuché a una notable escritora de “literatura para adultos” decir que los jóvenes podían leer en el colegio la literatura contemporánea que se publica para adultos. Y claro que pueden. Si los profes la conocen. Como probablemente ella habría incluido algún título publicado en colecciones juveniles si los hubiera conocido. Uno opina de lo que conoce. Es poco honesto desdeñar lo que se desconoce, ¿no?
Entonces, hoy pensaba en estos diálogos, en los profes y sus vidas complicadas como las de todos y en las ganas de que dejen que se les amontonen de vez en cuando las pilas de platos para lavar, total, después quién les quita lo bailado.

¡Let´s dance!