sábado, 11 de octubre de 2014



A Iris Rivera, jugadora empedernida
traficante de juegos de otros y alientos
con rumbos desprevenidos.
A Iris Rivera, digo.

Un toque de distinción
(O el espíritu oculto de las cosas)

Uno.
Toda historia tiene una historia. Es como el juego de las muñecas rusas. Dentro de cada una hay otra. Como nosotros: cubiertos por infinitas pieles de relatos. Eso somos. Todos. Y venimos de piel en piel, renaciéndonos cada día, criaturas breves de ilusiones largas, enhebradas en infinitas versiones de nosotros mismos.
Pero:
¿Qué nos enhebra? ¿Qué nos hace ser exactamente quienes somos? ¿Qué nos diferencia de las miles, millones, de personas que nos rodean?
Podría decir el espíritu. Sería una respuesta arriesgada. “Espíritu” es una palabra muy cargada de significaciones, algunas, alejadas de lo que nos interesa. Porque buscamos algo que diga del rasgo que hace de cada ser humano alguien único y distinto. Pero con las palabras siempre es interesante el desafío de verlas con ojos nuevos. Desandar un poco las pieles, quitar las capas de la costumbre, a ver a qué lugar nos llevan.
Imaginen, en el diccionario de la RAE hay once acepciones para la palabra “espíritu” (Del lat. spirĭtus).
Las primeras tres:
1m. Ser inmaterial y dotado de razón.2. m. Alma racional. 3. m. Don sobrenatural y gracia particular que Dios suele dar a algunas criaturas.
Se refieren a algo sobrenatural e inmaterial. Vamos a dejar estos asuntos a los que se ocupan de lo divino porque a nosotros aquí nos interesa lo humano.
Y entonces nos asomamos a la cuarta acepción. Dice: 4. m. Principio generador, carácter íntimo, esencia o sustancia de algo. Ah… esta nos acerca un poco a lo que estamos buscando: principio generador, carácter íntimo.
Y sigue mejor, verán: 5. m. Vigor natural y virtud que alienta y fortifica el cuerpo para obrar. 6. m. Ánimo, valor, aliento, brío, esfuerzo. 7. m. Vivacidad, ingenio.
Este espíritu que proviene del cuerpo es el que me interesa. Y me recuerda una historia que ya he compartido. Hace tiempo un antropólogo francés, Marcel Mauss, vivió en la Polinesia. Después escribió un libro: Ensayo sobre el don. Allí cuenta que los maoríes eligen algunos objetos especiales: los taonga. Pueden ser un caracol, una piedra, una danza, cada cual elige algo personal. Y los taonga son especiales porque tienen Hau. El Hau es la fuerza que hace diferente esos objetos de los demás. Significa algo de viento que insufla vida en las cosas o situaciones elegidas.
Cosas con “un toque de distinción”.
A eso me refiero cuando digo espíritu. A algo que proviene del cuerpo, un soplo de vida. Y miren luego qué interesante la última acepción de la Rae: Espíritu significa: 11. m. Signo ortográfico con que en la lengua griega se indica la aspiración o falta de ella.
Los griegos que se dieron cuenta de casi todo, notaron que algo de viento que insufla vida, se traspasa a las palabras. Algo material, que proviene de un cuerpo vivo y deja una marca. A veces intangible a la vista pero evidente a la experiencia. Entonces recuerden que cuando digo espíritu no estoy hablando de los dioses, estoy hablando de las criaturas del mundo.
El “espíritu” al que me refiero sería un aliento movido por algo. Un deseo. Lo que hace la diferencia. Lo que empuja las elecciones de cada instante. El motivo para cada uno. Algo indefinible, oculto, que pulsa por debajo de lo que se ve pero que emerge como alegría cada vez que se le da lugar.
Animismo puro estoy proponiendo, como el de los llamados “pueblos primitivos”. Esa palabra: “espíritu” que era casi el sinónimo particular de vida. La vida para cada uno.
Algunas teorías proponen que todos estamos hechos de relatos, somos un tejido de discursos, y conviven en nosotros todas las lógicas. Pulsa por debajo de la trama de la razón el animismo. Podemos sostener explicaciones razonables, y también, mágicas para las cosas. Si no fuera así no existiría la literatura.
Y el lugar que tiene ese “animismo” en la vida de las personas es tal vez muchísimo mayor del que imaginamos. Es lo que nos lleva a detenernos sin razón en unas situaciones y no en otras. Es lo que hace de cada lectura una distinta.
Vuelvo.
Una niña pequeña juega en el patio de su casa. Repite unas palabras que ordenan su juego. Son palabras para ella misma. Es el sonido de su voz diciendo las palabras lo que sostiene el juego. Es el pulso poético de lo que dice, que en rigor, no dice nada para nadie más. Pero sin eso no habría juego.
Entonces esas palabras forman parte del juego. Le dan una configuración única. Le aportan existencia.
Toda situación de construcción de un relato está acompañada de la búsqueda de una forma, un ritmo, un movimiento en el mundo que hace de eso, algo con ánimo, brío, esfuerzo, con “espíritu”.

 Dos.
En el mundo hay muchísimos objetos. Estamos rodeados de cosas. Tantas, que si alguien deseara y tuviera todo, enloquecería. Por eso, uno amuebla su vida con los objetos que elige. Y elige con unos argumentos razonables y otros que son un misterio hasta para una misma. Es difícil encontrar una explicación: la elección, a veces, tiene la forma de una evidencia. Compramos algunas cosas, nos regalan otras. O las heredamos. O las encontramos por ahí.
Pero aun cuando se trate de objetos destinados a satisfacer una necesidad perentoria: hambre, sueño, abrigo; algo de nosotros se juega en la elección. No nos da lo mismo cómo y con qué encontramos esa satisfacción.
(Queremos algo con “un toque de distinción”)
Entonces a esas cosas que nos rodean las “distinguen” esos valores asignados por nosotros.
Otra vez voy a detenerme en una palabra. La palabra “valores” también ha sido extenuada por el uso. Pobre palabra, en la boca de cualquiera diciendo cualquier cosa, se quedó casi sin aliento, boquea como pez fuera del agua. Me parece necesario recordar que hay una dimensión particular de la palabra “valores”, que cada uno de nosotros lleva a cabo procedimientos de valoración. Arriesgo una hipótesis: valorar algo es “leer” en una cosa sus cualidades como signos en relación al repertorio de significaciones que desde nuestra experiencia hemos atribuido. Esos signos tienen una dimensión social y personal. Es decir: el valor de algo para alguien es la suma de los efectos que producen las cualidades de esa cosa en esa persona en particular.
Los objetos tienen, por ejemplo, un valor de mercado. Lo que cuestan. Es un valor que se fija por fuera del objeto y de nuestra relación de deseo. Pero representa una mínima porción del valor de la cosa: una botella de agua no vale lo mismo para mí paseando por el centro con tres quioscos por cuadra que para alguien extraviado en el desierto.
Pero el asunto va todavía más allá. Mis fotos familiares tienen un valor de intercambio mínimo en el mercado pero no para mí.
Las cosas tienen valores de mercado y otros: valores simbólicos, culturales, emocionales y más. Y todos esos valores se entrelazan y constituyen al objeto como posible reservorio del “espíritu” de alguien.
Vuelvo a la niña.
La niña inviste de espíritu —con esas palabras misteriosas— a su juego. Como si se tratara de un ritual mágico traspasa algo de sí a las acciones y los objetos de su juego. Y por eso cree. Porque para jugar hay que creer en el juego.
Esa operación de animización de los objetos nos enlaza a ellos y también entre nosotros, los objetos ligan, crean lazos, en todas las dimensiones de lo que valen.
Los libros de literatura son objetos de este mundo. Tienen valor en metálico y más: como objetos de transacción. Por eso son mucho más que mercancías. Son objetos que circulan en diversos sentidos y ese circular refuerza, o no, una trama de lectores. O sea: no da igual cómo circulen. 
El valor de un libro de literatura excede al que tiene como objeto material en el exacto momento en que lo elijo y se tramita entre el libro y yo un relación especial, yo le traspaso algo de mi hálito, algo de mí, se abre un diálogo, entro en pacto ficcional y creo, con todas las ganas de creer, en eso que estoy leyendo. O no creo nada y lo abandono. Son dos maneras de valorar. Existen en mi historia con ese libro procedimientos de valoración.
Pero hay muchísimas otras situaciones que inciden en el valor de un libro. Situaciones que están ocultas a primera vista y que vienen de la historia de ese libro que ya tiene unas cuantas pieles al momento de llegar a nosotros.
Si yo soy la autora, mi posición de “entrega” a la escritura suma o resta valor. Mi posición simétrica a la de la niña que busca la forma en el sonido de las palabras, la cadencia, la resonancia que impregna de espíritu su juego, se advierte. Hay o no ese misterio que se traspasa luego a un lector. Y en la hondura y dimensión en que yo como autora lo he jugado.
Otras circunstancias también influyen en el valor del libro una vez que ha salido al mundo. Algunas que pasan por mis elecciones, otras que deciden otros. Qué cuerpo tendrá mi libro, qué diseño. Cómo se relaciona lo que dice “la forma” del objeto con “la forma” del texto.
Y a mayor distancia pero no menos impacto, cómo aparece mi libro en un catálogo, cómo se ha pronunciado la crítica si lo ha hecho, si recibe premios, etc.
Y también qué hago/digo yo sobre mi libro. Mi postura como autora, mis pronunciamientos sobre mi obra, mis consentimientos, mis resistencias, todos mis actos en torno al libro, suman o restan valor, al “espíritu” que le imprimo. Porque, claro está, todos somos distintos y no todos queremos lo mismo de las cosas. El espíritu, el hálito propio…
Si yo soy autora de Literatura para chicos, y me pronuncio acerca de la necesidad de valorar la LIJ como arte, un arte que no es menor, y sostengo que no hay que subestimar a los chicos, pero mi prosa huele a infantilizada, a posición de vasallaje a la demanda del mercado, le resto valor a ese objeto, le resto credibilidad, valor simbólico, valor sensible, valor cultural. Lo aplano. Y todo esto es efecto de mi propia posición frente al texto, el valor que me he restado corriéndome de mi impronta, de mi impulso vital, de mi propio juego, para someterme a las demandas del mercado. O de lo que yo imagino que busca el mercado.
Así es como resulta que en el libro digo cosas que no creo en el fondo, las digo porque son políticamente correctas y conviene a mi investidura. Lo lamentable es que traspaso esa falta de creencia al objeto. No estoy jugando: hago como que juego, que no es igual.

Tres.

Cuando un mediador elige un libro, —que viene ya con ciertos atributos, alientos, bríos, esfuerzos— comienza a escribirse una historia nueva de vital importancia (si nos interesa acompañar el proceso por el que los lectores se van construyendo a sí mismos). También se huele la relación que tiene el mediador con ese libro y con la literatura en general. Se advierte la fruición con que se entrega al juego de leer a/con otros. Su manera de acercarse al libro le suma o resta valor. Sus posibilidades de ponerlo a dialogar con otros textos, de encender esa letra, de meter el cuerpo a/en la lectura.
Si el mediador lee con distancia, con una concepción de niñez subvalorada, con reparos, le resta valor. Si lee para enseñar lo que él quiere le resta valor.
Porque todo mediador-lector sabe que el “espíritu” es asunto de cada uno. Es el hálito vital de cada ser humano. Que nadie puede obligar al valor íntimo, de “espíritu”, a otro. Que cada cual deberá tener espacio para su juego, su lectura, sus posibilidades de insuflar “vida” al texto. Lo que se media es el objeto, no la obligación a una relación particular con ese objeto, que será inevitablemente distinta para cada persona.
Los valores no están en un texto “per se”, los valores están en los lectores y surgen de la lectura, que es de cada uno y de cada otro.
Si alguien quiere imponer su valoración absoluta sobre un libro anula la posibilidad de que el niño lector encuentre espacio para contagiar su espíritu al libro. Será una experiencia ajena, superficial, pasajera, con moraleja hecha de palabras sin espíritu: palabras que se lleva el viento.

Cuatro

Un toque de distinción es una película encantadora. Un clásico. Es la historia de una mujer que conoce a un hombre, comparten un taxi y comienzan a frecuentarse. El hombre la seduce con -más o menos- encanto. La mujer advierte la seducción del hombre y seduce también. Después de algunos encuentros el hombre invita a la mujer a una situación de intimidad. En un ambiente poco cuidado y sin ninguna “distinción”. La mujer le dice que es muy interesante su propuesta, que le encantaría pero que las condiciones para dar lugar al deseo son otras. Y propone.
No da lo mismo cómo la seduzca. Importa qué hace con eso, cómo lo hace. Lo que resta o no valor a los encuentros, que después de todo, como con los libros, también son historias de amor. Y en las historias de amor nos jugamos, y tanto que a veces salimos malheridos, pero nos jugamos igual. Vale la pena el riesgo. Por eso, para terminar, les convido un poema de Raquel Garzón (cordobesa, contemporánea), en Riesgos de la noche.

Argumentos de arena
No deberíamos amar nada que pase.
Nada que nos mate un poco
cuando sus signos mueran.
Es decir, nada que ría.
Nada que tiemble o se conmueva.
Nada que florezca para luego marchitarse,
de buenas a primeras.
Nada vivo, si apuramos conclusiones:
duele tanto ver cómo lo que amamos
se deshace en nuestras manos vencido por el tiempo.
Es más,
no deberíamos amar, si lo pensamos.


Pero no lo pensemos.
Hoy no, al menos.

3 comentarios:

  1. Me tomaste desprevenida, Laura. No sé qué decir, pero Gracias!!
    Y un abrazo.

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    1. Es nada, vos sabés, gracias a vos por esa poesía y tantas cosas más.

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