martes, 17 de diciembre de 2013
El
imperativo de la desobediencia
Post
dedicado a mis compañeros del Máster desde aquellos días de sirenas en la
fuente
Los que trabajamos en la
industria de la cultura en el sector parcelado para la infancia, los que
producimos bienes destinados al consumo de los niños, muchas veces apelamos
al recurso de “identificarnos con el
objeto” (noción difusa y cargada de connotaciones ambiguas, venida de otros
territorios, que ilustra vagamente la idea de “ponerse en el lugar de” que nunca
será lo mismo que “estar en el lugar de”).
Aceptar la distancia que hay entre uno y el otro, es saber de una
dificultad. Uno escribe para niños/jóvenes pero no es ni lo uno ni lo otro. Eso
no significa que no pueda encarnar la voz de uno u otro con artificios
literarios (y nada más que literarios, que no son símil: eso reduciría el tremendo
impacto de la metáfora, que no es comparación, es metáfora)
En esa búsqueda, hay un
niño o un joven perdido en las nebulosas de los imaginarios, de lo que uno fue,
vio, sintió, conoció, en fin, la cantidad de sentidos que llenan ese universo que
dispara la palabra niño/joven. Y de todas las cualidades que adornan ese
universo, la que hoy echo en falta es la
de la desobediencia.
Ser desobediente, no
acomodar a lo que se espera, es lo mejor de la infancia. Desafiar la lectura de
los que imponen. Afirmarse en la propia versión de los asuntos, es de las
cualidades de “la infancia de mi nebulosa” que más añoro.
Y digo que echo en falta
porque en el campo de la cultura destinada a los niños hay mucho acomodo a las
formas. Y curiosamente eso anula las formas. La forma pasa a ser uniforme. Y la
literatura es un trabajo con las formas. Entonces, lo que echo en falta es la
desobediencia, la irreverencia. Pero no la desobediencia superficial: esa
especie de impostura compuesta tan de moda. Vamos… cierta incorrección ya es lo
correcto. Ser el chico o la chica mala para disimular que uno no tiene ya nada que
decir, también cansó. A mí al menos. Me puede causar un efecto de empatía circunstancial
y pasajera. Pero, ¿y la obra? Podemos ya salirnos un poco de las vidrieras
coquetas y vacías.
Es época de deseos y
propósitos, para el tiempo que viene quisiera muchos lectores emancipados,
mediadores discutidores y en desacuerdo con lo esperado, debate encendido, libros
provocadores en serio, desobedientes en las formas, pataletas a la uniformidad,
desafío.
Eso: libros que sean
desafío para los mediadores, los lectores, los editores, los libreros. Pedazos
de manjares desconocidos que pongan estos paladares nuestros en desacomodo. Eso
deseo, y un año delicioso para todos.
jueves, 24 de octubre de 2013
Mi abuelo era Dick Van Dyke
Hoy acá vamos de cuento y vamos con mi abuelo. Porque sí.
A Oscar F. Tobler
Banda de sonido: http://www.youtube.com/watch?v=57KdYXzXDMM
Para salir de mi barrio
tengo que dar vuelta la esquina y subir por la calle de asfalto. Esa que me
lleva y trae todos los días. Es empinada. De ida, a cierta altura, hay que
disminuir la intensidad de la marcha. Sucede a mitad de la cuadra. Justo adonde
está la casa del Show de Dick Van Dyke.
Cada vez que paso —y
paso desde hace mucho tiempo— imagino que viven los Petrie y quiero entrar.
Miro los escalones, las líneas voladas, esa exagerada modernidad de los 60´s;
tan encantadora, además.
Voy despacio pero
avanzo, para no despertar sospechas, como si alguien pudiera adivinar lo que
pasa por mi cabeza. Como si alguien supiera que algún día voy a entrar porque
quiero un nuevo episodio pero, esta vez, conmigo adentro.
Podría suceder a la
tarde, así espero el momento en que Dick Van Dyke abre la puerta y dice: “ya
llegué, cariño”, y Mary Tyler Moore aparece con una copa en la mano. Para él. Un
martini que se me ocurre el colmo de la exquisitez, especialmente por la
aceituna en el fondo. Y la forma de la copa como triángulo equilátero que
repite invertido el modelito evasé del vestido. Ah, la belleza de las líneas puras.
Dick aparece en su
personaje de Rob y tropieza con el puff
de la entrada. Aparece con esa musiquita liviana que predispone el ánimo a la
risa. Cae al piso en una voltereta acrobática mientras Mary en el papel de
Laura (¡Laura!) también se enreda con gracia. Porque ellos son así, torpes con
coreografía. Flotan en equívocos y traspiés. Me muestran el costado etéreo de
la torpeza. A mí precisamente. Pero dentro de aquella casa yo también voy a
tener esas cualidades. Lo he pensado largamente. Cada vez que he pasado por el
frente. La materia allí se aliviana. Como Rob y su jocosidad permanente ¿Algún
hombre es capaz de sostener esa sonrisa espléndida, tarde a tarde, durante todas
las veces que llega a su casa? Rob sí ¿Alguna mujer se mueve en su rutina doméstica
como una Maya Plisetskaya? Laura, por supuesto. Que, bien pensado, voy a ser
yo. O sea Laura soy yo. Para qué andar con vueltas.
Voy a recibir a Rob con
desabillé de matelasse blanco y un martini
seco, también para mí, si no qué gracia. Desde el primer momento nos
vamos a cruzar guiños cómplices y chistes animados. Bromas elegantes: el
ambiente reclama un toque de distinción. Y para completar el momento de placer
mundano, Rob va a tomarme de la cintura breve, flexible, y yo, voy a girar en
sus brazos al ritmo de “Dream a little
dream of me”. Y mientras giro, Rob sonríe y hace muecas con esa simpatía
que me puede. Dick Van Dyke en la casa de su show me conduce entre muebles de
estilo americano, tostadoras eléctricas y un combinado reluciente. En la mano
sostengo la copa. Mientras bailo, la sostengo, sin que se derrame una gota.
Giro y miro a Dick que es igual a mi abuelo. Es mi abuelo.
Esa casa es la casa del
Show de Dick Van Dyke y mi abuelo es Dick. Y me lleva por toda la habitación
mientras suena la música. Me tiene en brazos porque me he vuelto pequeña. Y lo
que suena ahora ha perdido su sonido de alta fidelidad porque sale de una radio
mal sintonizada. O a lo mejor es la única sintonía que puede. Mi abuelo es el
hombre más simpático del planeta. Ríe como nadie y cada vez que entra por esa
puerta tiene un gesto que me reconcilia con el universo. El mismo gesto de Dick
Van Dyke.
La copita también redujo
su tamaño y es de ginebra. Mi abuelo me levanta y me hace girar por el aire. También
toma su vermú pero las pretensiones mundanas no soportan la jubilación en esta
esquina del mundo.
Mi abuelo ha puesto un
tango en la radio. No me gusta nada. Prefiero la tele bien fuerte como sonido
de fondo. Tengo suerte si está el show, su música que me vuelve a la danza, a los
martinis, a la liviandad amable de un mundo feliz. Y mi abuelo, me sienta sobre
sus rodillas, y me hace una broma elegante. Porque la pobreza no quita el don
de gente, ¿así era? Me hace olvidar el mantel de hule y los pocillos de todos
colores. Mi abuelo me hace olvidar de lo que quiera.
Acá a la vuelta está la
casa del show de Dick Van Dyke. Un día de estos voy a entrar y voy a decir: “Gracias
por el martini, cariño. Sos adorable”.
Y voy a bailar hasta el
cansancio en brazos de mi abuelo, “Dream
a little dream of me” y “La
cumparcita” todo junto y manteniendo el ritmo. Con elegancia y, ¿a quién le
cabe duda? con alegría. Con la más auténtica alegría.
miércoles, 11 de septiembre de 2013
Escribí estas palabras para mis compañeros del Instituto Superior Dr. Antonio Sobral. Y se me ocurrió que también podían ser para tantos compañeros que no conozco.
Córdoba, Martes
10 de septiembre de 2013
Queridos
maestros,
todos
los que están aquí hoy,
a los que nos une sobre todo una elección:
Porque estamos por eso, porque un día, cada uno de nosotros, vaya a saber por qué razones o emociones, eligió esta manera de estar en el mundo: la de acompañar a otros en la búsqueda de su propio camino compartiendo los prodigios que esta cultura pone a nuestra disposición.
Porque estamos por eso, porque un día, cada uno de nosotros, vaya a saber por qué razones o emociones, eligió esta manera de estar en el mundo: la de acompañar a otros en la búsqueda de su propio camino compartiendo los prodigios que esta cultura pone a nuestra disposición.
Me conmueve pensar que somos/seremos los que repartimos un tesoro. Que
no es de monedas. Es un tesoro simbólico hecho de larga memoria humana. De
pensamiento que enlaza cada una de las vidas desde el principio de los tiempos. ¿No
es misterioso y emocionante saber que somos los conectores de infinitos
eslabones de ideas? ¿Que participamos de un diálogo que comenzó con el
primer ser humano sobre la tierra y
terminará con el último?
Eso que nos enlaza es un tesoro
mil veces más valioso que cualquier otro. Y está en nuestras manos la tarea de
hacerlo circular entre todos. Yo creo que ese es el mayor acto de justicia. Es
más creo, que es la más terrenal y posible forma de justicia. Y ahí estamos
nosotros, los maestros, herederos del arte de nuestros maestros en esta tarea anónima y cotidiana de dar
continuidad. Que es como decir “de dar vida a los saberes”. Que los saberes sin
personas que los piensen, los sientan y los duden no son nada. Son cosa muerta,
vacía.
Entonces, queridos compañeros, somos miles de amantes invisibles de esta
memoria colectiva. Hacedores laboriosos de esta casa que habitamos todos, la
cultura. Con cada una de sus particulares formas, parte de algo mayor que nos
contiene.
Lo más importante sucede al interior de cada aula que promete un mundo
mejor. Porque a nuestro trabajo lo define lo particular. Cada día, cada grupo,
cada alumno, le da sentido. Más cerca de la reinvención que de la repetición.
En un tiempo que es más de promesa que de resultados apurados. Somos artesanos
de la paciencia y de la espera. Nunca sabremos del todo qué ha pasado con eso
que hemos compartido, nos mueve la confianza. Y no es poco.
Por eso, por la tarea cotidiana que se despliega en cada aula del mundo y de nuestro país, por
ese espacio de intimidad y encuentro con otros, hoy nos celebramos.
Para concluir, los invito a imaginar un abrazo enorme que nos contenga a
todos y nos de la fuerza y la esperanza
de seguir, y soñar, y dejarnos tocar por esa magia de la que somos parte.
Laura Escudero
viernes, 2 de agosto de 2013
De
la literatura y los haceres en la escuela
Hace unos pocos días
tuve la fortuna de participar de una mesa de escritores cordobeses junto a
María Teresa Andruetto, Lilia Lardone y Mariano Medina con la exquisita
coordinación de Carolina Rossi. Hacia el final de la charla se suscitó un breve
debate. Hablábamos a propósito de la literatura en la escuela. Y vino a cuento
la cuestión de “trabajar” un texto. Opinábamos sobre este trabajo, planteábamos
que parece deseable poner el foco en lo literario. Es decir, que aquello de
tomar un texto literario para ver los sustantivos y los adjetivos no parece el
mejor camino para formar lectores de literatura. Acá deben disculpar las
trampas de la memoria. Es para mí imposible recordar las intervenciones con
fidelidad. Permítanme entonces plantear la idea general.
Pensábamos,
conversábamos entre nosotros y con la gente, sobre estas cuestiones y
tratábamos de profundizar sobre lo que significa “trabajar” el texto. Nos
preguntábamos si no se corría el riesgo de caer en estas cristalizaciones de
ideas por desgaste de las palabras. Si no era posible reducir el sentido de los
conceptos como sucedió con aquel “placer de leer” que abordó Graciela Montes en
“Una vuelta de tuerca”. Porque ¿quién sabe qué hacer con la literatura? Leerla,
se me ocurre contestar en primera instancia ¿y después? ¿es posible hacer algo
más? ¿sabemos nosotros mismos qué hacer con nuestras lecturas? Es un terreno que
cae de lleno en la intimidad, en el devenir subjetivo de cada lector. En
un espacio de enorme fragilidad.
Entonces ¿qué
enseñamos? Y es aquí donde puede sentirse como una parálisis. No puedo hacer
nada más que leer.
¿No puedo hacer nada
más que leer? Leer es mucho pero ¿y si esas lecturas me disparan fuera del
texto literario a otros ámbitos, a otros discursos.
Todos vamos y venimos
en la vida por diversos textos y discursos. Todos leemos para conmovernos y
también para aprender cosas. El miedo a equivocarse puede ser paralizante. Los
escritores leemos textos informativos o enciclopédicos para documentarnos.
Vamos y venimos. Y como lectores sabemos bien qué buscamos en cada caso. Aunque
con frecuencia uno encuentre más de lo que buscaba. Y hasta sea un misterio lo
que ha encontrado ahí.
Entonces, me quedé
pensando. Es posible que sea más interesante el “cómo” que el “qué”. A ver si
puedo explicarme mejor. Parece tan importante encontrar respuestas sobre qué
hacer con el texto literario que ocupa un primer plano con pedidos de
recetas y fórmulas. Sin embargo, cómo hago las propuestas, las invitaciones, me
parece clave. En principio la indagación personal acerca de la propia relación
con lo literario. De honestidad y compromiso subjetivo. Parece difícil,
intangible, inasible. Pero sospecho que es lo que me va a permitir una
posición. Y la posición del mediador me parece crucial. Su formación profesional,
lo que va a habilitar un deslizarse por campos diversos sin perder el pie en lo
literario.
Y recordé un libro que
amé durante mi infancia: El sol albañil. De Ernesto Camilli. Un texto curioso,
en el borde. Un poco libro de lectura, manual,
pero en mi opinión definitivamente literario. Sus relatos desgranaban sustantivos, verbos y adjetivos como uvas de un racimo que respiraba literatura. Se olía la pasión del maestro por la lengua y sus confines. Su posición se colaba en la propuesta.
pero en mi opinión definitivamente literario. Sus relatos desgranaban sustantivos, verbos y adjetivos como uvas de un racimo que respiraba literatura. Se olía la pasión del maestro por la lengua y sus confines. Su posición se colaba en la propuesta.
Sigo pensando en que
la clave es cómo hacer para invitar a los lectores a que habiten un texto. Y el
“cómo” me parece que se despliega, abarca el “qué”, lo acuna y lo contiene.
Y hace que uno anude
sus recuerdos más felices al “quién”.
sábado, 6 de abril de 2013
¿Literatura
infantil?
No resulta fácil definir
qué es la
Literatura Infantil sin
apelar al recorte de un corpus, a un canon. Algo cambia y algo permanece. Algo
se configura continuamente, es dinámico. Porque, para empezar, definir infancia
es una aventura compleja. Cambia la perspectiva según los contextos y las
miradas. Si pensamos que no hace mucho tiempo (para el tiempo que mide las
edades de esta humanidad con escritura) ni siquiera existía la infancia. No
había nombre para esa época de la vida, ni bienes culturales que le fueran
destinados.
Pensar la infancia de un
niño de los cerros de Jujuy no es lo mismo que pensar la de un niño de ciudad.
Y en la ciudad la representación de infancia de un niño que habita los
barrios de la pobreza no es la misma que la de un niño de clase acomodada.
Digo, la representación que ellos mismos tienen de sí. A la que uno puede
acercarse escuchando sus propios relatos. Cuando uno dice “niño” aparece de
inmediato una representación genérica que excluye tantísimas otras zonas. Y lo
que no conocemos, o no viene de inmediato a nuestro imaginario cuando nombramos “niño”, existe. Y tal vez
sea mayoría, mayoría dispersa por estos rumbos. Una mayoría en la que no nos
detenemos los que formamos parte de la industria cultural. Y no estoy
postulando la necesidad de literaturas infantiles para los distintos tipos de
infancia. Solo me permito sospechar la trampa en la que podemos caer cuando
pensamos “lo infantil” como un genérico que se impone. Un estereotipo hecho de
la evidencia empírica de los adultos que se relacionan con los chicos y
producen objetos culturales destinados a ellos.
Entonces, la literatura.
Pero ¿cómo pensar una literatura que efectivamente estará destinada a los niños
sin pensar en ellos? ¿Y cómo pensar en ellos sin caer en estereotipos? Cada uno
de nosotros conjetura una respuesta desde su ámbito. Porque cada quien pondrá
el foco de acuerdo a su relación particular con el objeto que estamos
interrogando. Los editores tendrán algo para decir, los creadores (escritores e
ilustradores) los mediadores, los especialistas, los diseñadores de políticas
de lectura del estado, los libreros… En fin, me parece que la respuesta será
dinámica y polifónica. Y tendremos coincidencias y divergencias.
¿Ese libro es
literatura? ¿Es infantil? ¿Para qué edad? ¿Les gustará? ¿Se venderá? ¿Trata
sobre universos cercanos al niño de hoy? ¿Es dinámico, entretenido, actual? ¿Lo
elijo? ¿Lo selecciono? ¿Lo publico?
Y entonces los invito a leer:
Por tierras de pan llevar
Juan Farías
Miñón S. A. 1987
“A la abuela de Ismael
la llamaban Loba y era una mujer despreciada. Gruñía más que hablaba y puede
que estuviera loca. Las gentes de bien, por no verla, le azuzaban los perros o,
a pedradas, la hacían correr por el camino de salir del pueblo.
La loba era el pecado de
muchos. Hubo quien por ver en ella una trampa del Diablo, la roció con agua
bendita y después quiso prenderle fuego.
También hubo quien,
después de despreciarla y maldecirla delante de todos, salió en la noche a
darle caza, que era fácil, que sólo había que cebar los cepos con vino y pan
caliente.
La loba, en invierno,
buscaba cobijo en las cuevas de la arcilla. Allí se encogía entre la paja y
trapos, a frotarse las manos y cantar hechizos para que el frío no le doliese
en la piel.
En los Mayos, la Loba bajaba a los borrachos
solitarios y también a agazaparse entre los trigos, a espigar para luego
comerlo crudo.
A veces la olfateaban los perros o los gañanes de
mala entraña y unos y otros iban por ella.
Algunos decían: “Pobre
mujer”, pero muy pocos la dejaban arrimarse al fuego.
Un mes de Mayo, la Loba , embarazada de Dios sabe
quién, parió una niña. Parió sola, sin nadie que le dijese cómo. Pasó Julián,
vio y quiso ayudar, pero la Loba
empezó a morir de mal parto.
“Muérete y descansa,
mujer” dijo Julián y prometió cuidar de la niña.
Julián allí mismo, cavó
una tumba, cavó hondo por guardar bien y rezó lo que sabía bueno para ánimas.
Así nació la madre de
Ismael.”
Y me quedo conmovida,
encendida y atravesada por esta prosa que vaya a saber si hoy se publicaría, se
vendería, (si no tuviera el nombre de Juan Farías en la portada) Si por estas
latitudes encontraría lectores.
No sé. Ojalá sí. Yo solo
me pregunto.
Y claro que lo
recomiendo. Claro.
viernes, 8 de marzo de 2013
De lo que
pasa con dos libros cuando se derraman uno dentro de otro
El grito silencioso
Kenzaburo Oe
Anagrama, 1995
María Domecq
Juan Forn
Emecé Editores, 2007
Sabemos que uno lee para
encontrarse, que la literatura revela los mapas de la geografía interior de
cada lector. Pero en algunas ocasiones, raras y maravillosas, un libro aparece
en el momento justo y dice lo que la propia voz no puede. Y se hace cuerpo, se
hace piel. Eso me pasó con El grito
silencioso. Pero no fue fácil. No me entregué con docilidad a esa lectura. Porque
es un libro duro. Al principio me enredé, y acusé a mi ignorancia sobre el
Japón y su historia, de mi resistencia para la
entrega. Y no era eso, claro. Fue entonces otro libro, María Domecq, el que hizo de puente, me devolvió a la superficie y
apaciguó el ánimo para una vuelta cautelosa. Interrumpí la lectura del primero,
me sumergí más aliviada en el segundo para luego retomar el anterior, esta vez,
sin temor a la captura.
Con los dos libros me
enfrenté a los fantasmas de una estirpe maldita.
“Y si lo que tanto me
abrumaba era la fatalidad genética,
para llamarla de alguna manera…” (María Domecq)
¿Y si es eso lo que
abruma?
La fatalidad genética de un linaje
que arrastra la “culpa” de los antecesores y ha negado respuestas, ha guardado
secretos, que se clavan como puñales en el interior de quienes ahora se
enfrentan al enigma porque no pueden ya explicarse. Ni a los anteriores, ni a
ellos. A menos que encuentren pistas para develarlos. En María Domecq hay respuestas que llegan a tiempo, si llegar a tiempo
es eso que sucede.
Pero en El grito silencioso los secretos han
ahondado la hostilidad de dos hermanos que no pueden entenderse sin juzgarse. Que
arrastran la tragedia. Porque el juicio de uno sobre el otro niega la
posibilidad de un signo para nombrarla. No hay forma de conjuro. Flota como las
pesadas nubes de nieve sobre el pueblo de Ókubo.
“Se me ocurrió entonces que la causa
de mi desazón tal vez fuera que, en el fondo, me daba cuenta de que quienes les
sobreviven no pueden hacer nada por los muertos.” (El grito silencioso)
El grito silencioso no acepta lectores impacientes. No deja cabos sueltos, pero hay que
rastrearlos a los largo de las páginas porque la respuesta no llega justo
después de formulada la pregunta. Llega cuando uno ha olvidado esa inquietud,
cuando uno ya no puede protegerse de la respuesta. Gran, gran libro.
Muy recomendables los dos.
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