domingo, 20 de abril de 2014



Las palabras, una niña y la esperanza


Cuando acababa de cumplir cinco años mi mamá murió. Tuvo una gripe como la que tiene cualquiera, se hizo infección, pasó a una membrana del corazón y murió. En una semana. Estas cosas pasan.
Frente a la muerte, ¿hay esperanza?
Hay.
La esperanza son los otros.
Hay esperanzas para la niña, no para la madre.
Y la niña tiene que enterarse: no hay esperanzas para la madre. Porque de otra manera se empequeñecerán las esperanzas para la hija.
Y algo de esto pasó. Nadie me dijo que mi madre había muerto. Nadie. Durante muchos días, semanas, meses, miré la puerta de la casa de mi abuela, esperaba que se abriera. Una puerta cerrada por completo, un corazón suspendido en esa espera.
Había que ser valiente para decir a dos niñas tan pequeñas que su madre había muerto. Y por allí no hubo ningún valiente. Había que saber cómo usar las palabras además. Esas cosas no son fáciles de decir. Hay que buscar la manera. Hay que pensar cómo. Pero hay que decirlo. Hay que hablar de lo que ya no tiene esperanza a esa niña para que llore, para que tenga su dolor autorizado. Para que sepa que tiene que buscar dónde poner ese amor que sentía y ya no tiene cuerpo. Las palabras no son asuntos de cobardes. Puedo entender que hubiera un dolor tan fuerte que imposibilitara hablar del asunto. Puedo entenderlo yo a los 46 años. No puede entenderlo mi niña de cinco.
Lo supe cuando ya había otra persona que fue quien ayudó a decirlo. Vino otra persona, tal vez demasiado pronto, y empujó a hablar de lo que no tiene esperanza. Y yo le agradezco.
He decidido contar esta circunstancia de mi vida porque creo que nada tiene tanta fuerza como una verdad particular. Y eso le da sentido a la literatura para mí. Las palabras que otro ha escrito, esas que ha encontrado en una búsqueda tan propia, tan alejada de “lo que debe ser”  o de verdades universales, esas íntimas palabras, son las que me hablan de mí.
Y creo que algo hay que poder decir de lo que no tiene esperanza. Y de todo lo demás también.
Enseguida encontré en los libros las palabras que me hicieron falta. No fue lo mismo. Tuvo sus efectos, crecí con más confianza en esos libros que en los que me rodeaban. Las personas abandonan, los libros quedan. Las personas que dicen que te quieren y te van a cuidar, te dejan parada frente a la puerta. Las personas no se atreven a decirte lo que por derecho propio tenés que saber.
Pero aquellos libros que guardaban palabras para decir lo que fuera necesario vinieron a ofrecerme un cuerpo. Yo digo que los libros me salvaron la vida.
Y no fue porque me explicaran verdades universales o me dijeran lo que no había sido dicho. No fue porque tuvieran la intención de hablarme. Fue porque por un maravilloso misterio, las palabras que había escrito un autor para hablar de sus verdades particulares, gracias a la metáfora, hablaban de mis verdades. Un autor comprometido con su búsqueda profunda anudaba sus emociones, pensamientos, absurdos, locuras a las palabras y me llegaban vueltas sobre mí. No quiero desentrañar ese misterio ni creo que nadie pueda hacerlo. Las palabras que había elegido otro para contar lo que tuviera que contar se transformaban en las palabras que mi niña andaba necesitando. Y la única condición para que la magia se pusiera en funcionamiento era la de una verdad (del escritor) oculta bajo esa superficie de letra.
Hubiera sido hermoso tener una esperanza que trajera a mi madre. Pero yo tenía cinco años y ella estaba muerta. Nada puede evitar que cosas así ocurran a los niños. Y no es necesaria una circunstancia tan extrema. Los niños viven en este mundo enorme. Ven, sienten, piensan cosas, les pasan cosas y necesitan palabras para capturar lo que se escapa. Lo que se pierde, lo que desaparece. Los niños tienen tristezas y alegrías. Son tan completos como los adultos y tan complejos también. Nadie reparte con justicia las tragedias ni las desdichas. A los chicos les tocan. Y sufren. Y sospecho que somos los adultos los que necesitamos sostener la ilusión de una infancia eternamente feliz, y a toda costa ponemos en los niños el candor y la ingenuidad.  Muchas veces ocultamos y callamos por complacencia con nosotros mismos. Para estar más cómodos, para hablarle a la infancia que nos gustaría que fuera, que no es ni por asomo, la que de verdad es.  
La literatura pone palabras a lo inombrable sin proponérselo. Por eso es literatura. Está más allá de las recetas, está más allá de la superficie. Esos garabatos locos que dibujan letras tienen el poder de llevarnos a lo más oculto de nosotros mismos. Ahí está el secreto. No se puede dominar. Lo que hay que contar emerge y se libera de cualquier restricción si va a ser verdadero. Algo le habla a mi niña y yo sé cuándo sucede. Y yo sé que a los niños puede contárseles cualquier historia.
Hubo una niña que tuvo que saber que un deseo propio no tenía esperanzas. Y vinieron las palabras a tejer una red para evitar la caída. Y las palabras vinieron de la literatura.
Yo agradezco muchísimo a mi madre una biblioteca abierta toda para mí. Y dedico a mi niña de cinco años estas líneas. Y a todos los adultos valientes que acercan libros a los chicos. Libros de autores que no tienen miedo de contar lo que hay que contar. Y que saben como hacerlo. Y son muchísimos por fortuna. A ustedes compañeros de viaje.






viernes, 4 de abril de 2014

Sumo para no restar

 Paro la oreja. La conversación no es para mí pero estoy cerca. Profes de Lengua y Literatura hablan con fervor de sus asuntos. De los repertorios de lectura que han escogido para sus alumnos adolescentes: El Quijote, poesías de Becquer, cuentos de Cortázar, Borges, algo de Soriano, ¿cómo impugnar ese corpus?, ¿quién lo haría? Hablan de su amor por esos textos, que ha sido amor de jóvenes. Ha sido lo que leyeron y los enamoró durante su propia formación. “Ahora no tengo tiempo para leer”, dice alguien.
Oh… han escogido los textos que leyeron en los tiempos en que podían leer. Tiempos que se recuerdan con añoranza, cuando la vida no era el torbellino de urgencias domésticas que es.
Cómo juzgarlos. Entiendo de lo que hablan. No es fácil contradecir al mundo, abrir un libro y ponerse a leer con la pila de platos para lavar. No es fácil hacerlo. Porque luego, ya se sabe, no es fácil parar. Volver al tiempo en el que el libro era capaz de esa captura absoluta, capaz de lograr la ausencia completa del universo de los actos prácticos. No hablo de leer para preparar la clase que pone en el punto del leer “para” y es otra forma de lectura. Digo leer todo lo que “antoje”, que de allí saldrán las clases.
Porque sin querer la escuela tiende sus trampas de repetición y conservadurismo y la clase de literatura se convierte en una misa en latín. Todos salmodian su letanía para dejar contento al fulano y aprobar. Y el profe se ha convertido en su instrumento. Por sus viejos amores y su falta de tiempo.
Y cómo les gustaría a sus viejos amores entrar en diálogo con voces nuevas, frescas, desacantonadas. Lenguas que buscan su espacio en lo que ha germinado de aquellas. Los viejos van a vibrar en sus encuentros con estos “raros peinados nuevos” van a bajar del olimpo y a sacudirse el polvo. Y de paso nos lo sacuden a nosotros.
Porque no seremos los de literatura “los viejos vinagre” caídos del mundo que la tradición señala que debemos ser. De ninguna manera. Tampoco jóvenes adolescentes (esos son nuestros alumnos que tendrán todo para decir)
Una vez escuché a una notable escritora de “literatura para adultos” decir que los jóvenes podían leer en el colegio la literatura contemporánea que se publica para adultos. Y claro que pueden. Si los profes la conocen. Como probablemente ella habría incluido algún título publicado en colecciones juveniles si los hubiera conocido. Uno opina de lo que conoce. Es poco honesto desdeñar lo que se desconoce, ¿no?
Entonces, hoy pensaba en estos diálogos, en los profes y sus vidas complicadas como las de todos y en las ganas de que dejen que se les amontonen de vez en cuando las pilas de platos para lavar, total, después quién les quita lo bailado.

¡Let´s dance!

martes, 17 de diciembre de 2013

El imperativo de la desobediencia
Post dedicado a mis compañeros del Máster desde aquellos días de sirenas en la fuente

Los que trabajamos en la industria de la cultura en el sector parcelado para la infancia, los que producimos bienes destinados al consumo de los niños, muchas veces apelamos al  recurso de “identificarnos con el objeto” (noción difusa y cargada de connotaciones ambiguas, venida de otros territorios, que ilustra vagamente la idea de “ponerse en el lugar de” que nunca será lo mismo que “estar en el lugar de”).  Aceptar la distancia que hay entre uno y el otro, es saber de una dificultad. Uno escribe para niños/jóvenes pero no es ni lo uno ni lo otro. Eso no significa que no pueda encarnar la voz de uno u otro con artificios literarios (y nada más que literarios, que no son símil: eso reduciría el tremendo impacto de la metáfora, que no es comparación, es metáfora)
En esa búsqueda, hay un niño o un joven perdido en las nebulosas de los imaginarios, de lo que uno fue, vio, sintió, conoció, en fin, la cantidad de sentidos que llenan ese universo que dispara la palabra niño/joven. Y de todas las cualidades que adornan ese universo, la que  hoy echo en falta es la de la desobediencia.
Ser desobediente, no acomodar a lo que se espera, es lo mejor de la infancia. Desafiar la lectura de los que imponen. Afirmarse en la propia versión de los asuntos, es de las cualidades de “la infancia de mi nebulosa” que más añoro.
Y digo que echo en falta porque en el campo de la cultura destinada a los niños hay mucho acomodo a las formas. Y curiosamente eso anula las formas. La forma pasa a ser uniforme. Y la literatura es un trabajo con las formas. Entonces, lo que echo en falta es la desobediencia, la irreverencia. Pero no la desobediencia superficial: esa especie de impostura compuesta tan de moda. Vamos… cierta incorrección ya es lo correcto. Ser el chico o la chica mala  para disimular que uno no tiene ya nada que decir, también cansó. A mí al menos. Me puede causar un efecto de empatía circunstancial y pasajera. Pero, ¿y la obra? Podemos ya salirnos un poco de las vidrieras coquetas y vacías.
Es época de deseos y propósitos, para el tiempo que viene quisiera muchos lectores emancipados, mediadores discutidores y en desacuerdo con lo esperado, debate encendido, libros provocadores en serio, desobedientes en las formas, pataletas a la uniformidad, desafío.

Eso: libros que sean desafío para los mediadores, los lectores, los editores, los libreros. Pedazos de manjares desconocidos que pongan estos paladares nuestros en desacomodo. Eso deseo, y un año delicioso para todos.

jueves, 24 de octubre de 2013

Mi abuelo era Dick Van Dyke

Hoy acá vamos de cuento y vamos con mi abuelo. Porque sí.
A Oscar F. Tobler

Para salir de mi barrio tengo que dar vuelta la esquina y subir por la calle de asfalto. Esa que me lleva y trae todos los días. Es empinada. De ida, a cierta altura, hay que disminuir la intensidad de la marcha. Sucede a mitad de la cuadra. Justo adonde está la casa del Show de Dick Van Dyke.
Cada vez que paso —y paso desde hace mucho tiempo— imagino que viven los Petrie y quiero entrar. Miro los escalones, las líneas voladas, esa exagerada modernidad de los 60´s; tan encantadora, además.
Voy despacio pero avanzo, para no despertar sospechas, como si alguien pudiera adivinar lo que pasa por mi cabeza. Como si alguien supiera que algún día voy a entrar porque quiero un nuevo episodio pero, esta vez, conmigo adentro.
Podría suceder a la tarde, así espero el momento en que Dick Van Dyke abre la puerta y dice: “ya llegué, cariño”, y Mary Tyler Moore aparece con una copa en la mano. Para él. Un martini que se me ocurre el colmo de la exquisitez, especialmente por la aceituna en el fondo. Y la forma de la copa como triángulo equilátero que repite invertido el modelito evasé del vestido. Ah, la belleza de las líneas puras.
Dick aparece en su personaje de Rob y tropieza con el puff de la entrada. Aparece con esa musiquita liviana que predispone el ánimo a la risa. Cae al piso en una voltereta acrobática mientras Mary en el papel de Laura (¡Laura!) también se enreda con gracia. Porque ellos son así, torpes con coreografía. Flotan en equívocos y traspiés. Me muestran el costado etéreo de la torpeza. A mí precisamente. Pero dentro de aquella casa yo también voy a tener esas cualidades. Lo he pensado largamente. Cada vez que he pasado por el frente. La materia allí se aliviana. Como Rob y su jocosidad permanente ¿Algún hombre es capaz de sostener esa sonrisa espléndida, tarde a tarde, durante todas las veces que llega a su casa? Rob sí ¿Alguna mujer se mueve en su rutina doméstica como una Maya Plisetskaya? Laura, por supuesto. Que, bien pensado, voy a ser yo. O sea Laura soy yo. Para qué andar con vueltas.
Voy a recibir a Rob con desabillé de matelasse blanco y un martini  seco, también para mí, si no qué gracia. Desde el primer momento nos vamos a cruzar guiños cómplices y chistes animados. Bromas elegantes: el ambiente reclama un toque de distinción. Y para completar el momento de placer mundano, Rob va a tomarme de la cintura breve, flexible, y yo, voy a girar en sus brazos al ritmo de “Dream a little dream of me”. Y mientras giro, Rob sonríe y hace muecas con esa simpatía que me puede. Dick Van Dyke en la casa de su show me conduce entre muebles de estilo americano, tostadoras eléctricas y un combinado reluciente. En la mano sostengo la copa. Mientras bailo, la sostengo, sin que se derrame una gota. Giro y miro a Dick que es igual a mi abuelo. Es mi abuelo.
Esa casa es la casa del Show de Dick Van Dyke y mi abuelo es Dick. Y me lleva por toda la habitación mientras suena la música. Me tiene en brazos porque me he vuelto pequeña. Y lo que suena ahora ha perdido su sonido de alta fidelidad porque sale de una radio mal sintonizada. O a lo mejor es la única sintonía que puede. Mi abuelo es el hombre más simpático del planeta. Ríe como nadie y cada vez que entra por esa puerta tiene un gesto que me reconcilia con el universo. El mismo gesto de Dick Van Dyke.
La copita también redujo su tamaño y es de ginebra. Mi abuelo me levanta y me hace girar por el aire. También toma su vermú pero las pretensiones mundanas no soportan la jubilación en esta esquina del mundo.
Mi abuelo ha puesto un tango en la radio. No me gusta nada. Prefiero la tele bien fuerte como sonido de fondo. Tengo suerte si está el show, su música que me vuelve a la danza, a los martinis, a la liviandad amable de un mundo feliz. Y mi abuelo, me sienta sobre sus rodillas, y me hace una broma elegante. Porque la pobreza no quita el don de gente, ¿así era? Me hace olvidar el mantel de hule y los pocillos de todos colores. Mi abuelo me hace olvidar de lo que quiera.
Acá a la vuelta está la casa del show de Dick Van Dyke. Un día de estos voy a entrar y voy a decir: “Gracias por el martini, cariño. Sos adorable”.
Y voy a bailar hasta el cansancio en brazos de mi abuelo, “Dream a little dream of me” y “La cumparcita” todo junto y manteniendo el ritmo. Con elegancia y, ¿a quién le cabe duda? con alegría. Con la más auténtica alegría.




miércoles, 11 de septiembre de 2013


Escribí estas palabras para mis compañeros del Instituto Superior Dr. Antonio Sobral. Y se me ocurrió que también podían ser para tantos compañeros que no conozco. 


 Córdoba, Martes 10 de septiembre de 2013
Queridos maestros,
todos los que están aquí hoy,
a los que nos une sobre todo una elección: 
Porque estamos por eso, porque un día, cada uno de nosotros, vaya a saber por qué razones o emociones, eligió esta manera de estar en el mundo: la de acompañar a otros en la búsqueda de su propio camino compartiendo los prodigios que esta cultura pone a nuestra disposición.
Me conmueve pensar que somos/seremos los que repartimos un tesoro. Que no es de monedas. Es un tesoro simbólico hecho de larga memoria humana. De pensamiento que enlaza cada una de las vidas desde el principio de los tiempos. ¿No es misterioso y emocionante saber que somos los conectores de infinitos eslabones de ideas? ¿Que participamos de un diálogo que comenzó con el primer  ser humano sobre la tierra y terminará con el último?
 Eso que nos enlaza es un tesoro mil veces más valioso que cualquier otro. Y está en nuestras manos la tarea de hacerlo circular entre todos. Yo creo que ese es el mayor acto de justicia. Es más creo, que es la más terrenal y posible forma de justicia. Y ahí estamos nosotros, los maestros, herederos del arte de nuestros maestros en esta tarea anónima y cotidiana de dar continuidad. Que es como decir “de dar vida a los saberes”. Que los saberes sin personas que los piensen, los sientan y los duden no son nada. Son cosa muerta, vacía.
Entonces, queridos compañeros, somos miles de amantes invisibles de esta memoria colectiva. Hacedores laboriosos de esta casa que habitamos todos, la cultura. Con cada una de sus particulares formas, parte de algo mayor que nos contiene.
Lo más importante sucede al interior de cada aula que promete un mundo mejor. Porque a nuestro trabajo lo define lo particular. Cada día, cada grupo, cada alumno, le da sentido. Más cerca de la reinvención que de la repetición. En un tiempo que es más de promesa que de resultados apurados. Somos artesanos de la paciencia y de la espera. Nunca sabremos del todo qué ha pasado con eso que hemos compartido, nos mueve la confianza. Y no es poco.
Por eso, por la tarea cotidiana que se despliega en  cada aula del mundo y de nuestro país, por ese espacio de intimidad y encuentro con otros, hoy nos celebramos.
Para concluir, los invito a imaginar un abrazo enorme que nos contenga a todos  y nos de la fuerza y la esperanza de seguir, y soñar, y dejarnos tocar por esa magia de la que somos parte.


Laura Escudero

viernes, 2 de agosto de 2013


De la literatura y los haceres en la escuela

Hace unos pocos días tuve la fortuna de participar de una mesa de escritores cordobeses junto a María Teresa Andruetto, Lilia Lardone y Mariano Medina con la exquisita coordinación de Carolina Rossi. Hacia el final de la charla se suscitó un breve debate. Hablábamos a propósito de la literatura en la escuela. Y vino a cuento la cuestión de “trabajar” un texto. Opinábamos sobre este trabajo, planteábamos que parece deseable poner el foco en lo literario. Es decir, que aquello de tomar un texto literario para ver los sustantivos y los adjetivos no parece el mejor camino para formar lectores de literatura. Acá deben disculpar las trampas de la memoria. Es para mí imposible recordar las intervenciones con fidelidad. Permítanme  entonces plantear la idea general.
Pensábamos, conversábamos entre nosotros y con la gente, sobre estas cuestiones y tratábamos de profundizar sobre lo que significa “trabajar” el texto. Nos preguntábamos si no se corría el riesgo de caer en estas cristalizaciones de ideas por desgaste de las palabras. Si no era posible reducir el sentido de los conceptos como sucedió con aquel “placer de leer” que abordó Graciela Montes en “Una vuelta de tuerca”. Porque ¿quién sabe qué hacer con la literatura? Leerla, se me ocurre contestar en primera instancia ¿y después? ¿es posible hacer algo más? ¿sabemos nosotros mismos qué hacer con nuestras lecturas? Es un terreno que cae de lleno en la intimidad, en el devenir subjetivo de cada lector. En un  espacio de enorme fragilidad.
Entonces ¿qué enseñamos? Y es aquí donde puede sentirse como una parálisis. No puedo hacer nada más que leer.
¿No puedo hacer nada más que leer? Leer es mucho pero ¿y si esas lecturas me disparan fuera del texto literario a otros ámbitos, a otros discursos.
Todos vamos y venimos en la vida por diversos textos y discursos. Todos leemos para conmovernos y también para aprender cosas. El miedo a equivocarse puede ser paralizante. Los escritores leemos textos informativos o enciclopédicos para documentarnos. Vamos y venimos. Y como lectores sabemos bien qué buscamos en cada caso. Aunque con frecuencia uno encuentre más de lo que buscaba. Y hasta sea un misterio lo que ha encontrado ahí.
Entonces, me quedé pensando. Es posible que sea más interesante el “cómo” que el “qué”. A ver si puedo explicarme mejor. Parece tan importante encontrar respuestas sobre qué hacer con el texto literario que ocupa un primer plano  con pedidos de recetas y fórmulas. Sin embargo, cómo hago las propuestas, las invitaciones, me parece clave. En principio la indagación personal acerca de la propia relación con lo literario. De honestidad y compromiso subjetivo. Parece difícil, intangible, inasible. Pero sospecho que es lo que me va a permitir una posición. Y la posición del mediador me parece crucial. Su formación profesional, lo que va a habilitar un deslizarse por campos diversos sin perder el pie en lo literario.
Y recordé un libro que amé durante mi infancia: El sol albañil. De Ernesto Camilli. Un texto curioso, en el borde. Un poco libro de lectura, manual,
 pero en mi opinión definitivamente literario. Sus relatos desgranaban sustantivos, verbos y adjetivos como uvas de un racimo que respiraba literatura. Se olía la pasión del maestro por la lengua y sus confines. Su posición se colaba en la propuesta.
Sigo pensando en que la clave es cómo hacer para invitar a los lectores a que habiten un texto. Y el “cómo” me parece que se despliega, abarca el “qué”, lo acuna y lo contiene.
Y hace que uno anude sus recuerdos más felices al “quién”.



sábado, 6 de abril de 2013



¿Literatura infantil?
No resulta fácil definir qué es la Literatura Infantil  sin apelar al recorte de un corpus, a un canon. Algo cambia y algo permanece. Algo se configura continuamente, es dinámico. Porque, para empezar, definir infancia es una aventura compleja. Cambia la perspectiva según los contextos y las miradas. Si pensamos que no hace mucho tiempo (para el tiempo que mide las edades de esta humanidad con escritura) ni siquiera existía la infancia. No había nombre para esa época de la vida, ni bienes culturales que le fueran destinados.
Pensar la infancia de un niño de los cerros de Jujuy no es lo mismo que pensar la de un niño de ciudad. Y en la ciudad la representación de infancia de un niño que habita los barrios de la pobreza no es la misma que la de un niño de clase acomodada. Digo, la representación que ellos mismos tienen de sí. A la que uno puede acercarse escuchando sus propios relatos. Cuando uno dice “niño” aparece de inmediato una representación genérica que excluye tantísimas otras zonas. Y lo que no conocemos, o no viene de inmediato a nuestro imaginario  cuando nombramos “niño”, existe. Y tal vez sea mayoría, mayoría dispersa por estos rumbos. Una mayoría en la que no nos detenemos los que formamos parte de la industria cultural. Y no estoy postulando la necesidad de literaturas infantiles para los distintos tipos de infancia. Solo me permito sospechar  la trampa en la que podemos caer cuando pensamos “lo infantil” como un genérico que se impone. Un estereotipo hecho de la evidencia empírica de los adultos que se relacionan con los chicos y producen objetos culturales destinados a ellos.
Entonces, la literatura. Pero ¿cómo pensar una literatura que efectivamente estará destinada a los niños sin pensar en ellos? ¿Y cómo pensar en ellos sin caer en estereotipos? Cada uno de nosotros conjetura una respuesta desde su ámbito. Porque cada quien pondrá el foco de acuerdo a su relación particular con el objeto que estamos interrogando. Los editores tendrán algo para decir, los creadores (escritores e ilustradores) los mediadores, los especialistas, los diseñadores de políticas de lectura del estado, los libreros… En fin, me parece que la respuesta será dinámica y polifónica. Y tendremos coincidencias y divergencias.
¿Ese libro es literatura? ¿Es infantil? ¿Para qué edad? ¿Les gustará? ¿Se venderá? ¿Trata sobre universos cercanos al niño de hoy? ¿Es dinámico, entretenido, actual? ¿Lo elijo? ¿Lo selecciono? ¿Lo publico?
 Y entonces los invito a leer:
Por tierras de pan llevar
Juan Farías
Miñón S. A. 1987

“A la abuela de Ismael la llamaban Loba y era una mujer despreciada. Gruñía más que hablaba y puede que estuviera loca. Las gentes de bien, por no verla, le azuzaban los perros o, a pedradas, la hacían correr por el camino de salir del pueblo.
La loba era el pecado de muchos. Hubo quien por ver en ella una trampa del Diablo, la roció con agua bendita y después quiso prenderle fuego.
También hubo quien, después de despreciarla y maldecirla delante de todos, salió en la noche a darle caza, que era fácil, que sólo había que cebar los cepos con vino y pan caliente.
La loba, en invierno, buscaba cobijo en las cuevas de la arcilla. Allí se encogía entre la paja y trapos, a frotarse las manos y cantar hechizos para que el frío no le doliese en la piel.
En los Mayos, la Loba bajaba a los borrachos solitarios y también a agazaparse entre los trigos, a espigar para luego comerlo crudo.
A veces  la olfateaban los perros o los gañanes de mala entraña y unos y otros iban por ella.
Algunos decían: “Pobre mujer”, pero muy pocos la dejaban arrimarse al fuego.

Un mes de Mayo, la Loba, embarazada de Dios sabe quién, parió una niña. Parió sola, sin nadie que le dijese cómo. Pasó Julián, vio y quiso ayudar, pero la Loba empezó a morir de mal parto.
“Muérete y descansa, mujer” dijo Julián y prometió cuidar de la niña.
 La Loba gruñó algo, o fue sólo un estertor. En seguida, su mirada dejó de ser la de un animal herido.
Julián allí mismo, cavó una tumba, cavó hondo por guardar bien y rezó lo que sabía bueno para ánimas.
Así nació la madre de Ismael.”

Y me quedo conmovida, encendida y atravesada por esta prosa que vaya a saber si hoy se publicaría, se vendería, (si no tuviera el nombre de Juan Farías en la portada) Si por estas latitudes encontraría lectores.
No sé. Ojalá sí. Yo solo me pregunto.
Y claro que lo recomiendo. Claro.