martes, 11 de junio de 2019

El guardián del hielo. Apuntes sobre una poesía que le habla a la infancia


Pereira, Colombia, Junio de 2019

El guardián del hielo
Apuntes sobre una poesía que le habla a la infancia
(Por no volver a preguntar qué poesía es infantil
 pregunto qué poesía le habla a la infancia)

Uno.
Los bordes de la infancia.

A los cinco años me fui a vivir a la casa de los abuelos por un tiempo. Ese momento se convirtió en mi centro de gravedad, en el eje de lo que todavía soy y hago.
A los cinco años cambié de casa, cambió mi mundo y todo pasó justo en ese borde de la infancia que es la entrada a las palabras. Es la entrada al lenguaje que a partir de entonces nombró para siempre unas ausencias, y también marcó una confianza plena para nombrarlas, para nombrarme, para buscar entender el mundo con sus claridades y con sus sombras.
Las cosas y las personas se pierden, se mueren, se rompen, supe pronto, pero algo de lo que fueron queda flotando a la deriva en la memoria de quién las ha querido. De vez en cuando eso que flota se enlaza a dos o más palabras, a un trazo, a una música, toca un punto sensible y sale. Mi cuerpo de nena en aquel tiempo retuvo pequeños detalles, partes que representaban un todo que se me escapaba, como es inevitable
(Creer que se entiende todo es algo de los poderosos y también es triste porque clausura posibilidades).
Pienso que por eso me dediqué al trabajo de buscar con los lenguajes, de hacer presencia unas ausencias, porque de algún misterioso modo cuando menos lo espero aparece actualizado y nuevo aquel origen de la verdad personal. De esa y de otras experiencias de la vida.
Lo que me quedó de mi madre fue su poesía. Me quedó el efecto poético de lo que ya no está conmigo. Una manera de iluminarse con la risa, de agarrar mi mano de nena, de apaciguar el susto por un mundo tan grande y múltiple con su voz, con su especial manera de hablarme.
Tengo una profunda creencia en la verdad biográfica. En la minúscula verdad de cada existencia humana y en el esfuerzo por compartir la experiencia propia con los demás. A veces los bordes se tocan, como las palabras, como los trazos de un dibujo, como las notas musicales. Y hay encuentro.
O mejor. A veces hay una red de encuentros.
Me gustaría hablarles sostenida en la confianza de señalar la parte para sugerir el todo y que lo que diga, siempre parcial y provisorio, les haga lugar a ustedes, un espacio para acomodar esta conversación que les propongo a sus propias inquietudes.
Así:
JARDÍN JAPONÉS  de José Watanabe
La piedra
entre la blanca arena rastrillada
no fue traída por la violenta naturaleza.
Fue escogida por el espíritu
de un hombre callado
y colocada,
no en el centro del jardín,
sino desplazada hacia el Este
también por su espíritu.
No más alta que tu rodilla,
la piedra te pide silencio. Hay tanto ruido
de palabras gesticulantes y arrogantes
que pugnan por representar
sin majestad las equivocaciones del mundo.
Tú mira la piedra y aprende: ella,
con humildad y discreción,
en la luz flotante de la tarde,
representa
una montaña.

Dos.
La escritura de poesía

Las personas que buscamos escribir poesía para la infancia hace tiempo dejamos de ser niños o niñas. Somos adultas/adultos que hurgamos en la experiencia sensible de lo que nos atravesó como un rayo, en el tiempo de infancia que pasó y dejó profundas impresiones debajo de las densidades del lenguaje. Porque hacer de la relación con algo un nombre es tomar una distancia para defenderse de lo que no se espera y puede ser insoportable. Dolor insoportable, belleza insoportable, entonces las palabras vienen a suavizar esos encuentros. Tantas veces y en tantas capas que de a poco aquello primero se olvida, se va perdiendo, la vitalidad de lo nombrado se evapora y queda cáscara vacía a la espera de alojar vida de nuevo. Por eso escribir poesía es tratar afanosamente de quitar capas de costumbre y, con suerte, a veces tocar aquella conmoción, lo fugaz, con la verdad de lo minúsculo.
¿No es acaso la infancia el territorio de origen de toda la poesía?
Para escribir buscamos en ese borde que llamamos infancia lo perdido para siempre, si recordamos que infancia significa lo que no habla, y como no habla mantiene una relación directa, sensorial, cuerpo a cuerpo con las cosas y las personas del mundo íntimo. Ese borde es el momento de entrada a una mitología personal, a la creencia en los otros por amor y por deseo. Es el lugar del mito sobre el principio de la existencia, pequeña invención que explica de dónde venimos con una metáfora. Y esa metáfora señala una verdad sobre lo que somos. Por ejemplo, para mí, el día en que me fui a vivir por un tiempo con mis abuelos. Y me dejé llevar de la mano por el barrio mientras mi abuelo, por no explicar lo que no encontraba palabras para decirse, me hablaba del origen de las cosas. Y cada caminata era una colección de nombres. Un inventario caprichoso surgido del azar del recorrido.
herradura
             caracol
             ombú
             boleto
             trébol
Caminábamos y nos perdíamos:

“Importa poco no saber orientarse en una ciudad.
Perderse, en cambio, en una ciudad
como quien se pierde en el bosque
requiere aprendizaje”

Dice Walter Benjamín en Infancia en Berlín.

Se escribe en estado de misterio dice María Teresa Andruetto.
Estar perdido es estar tremendamente atento. Es andar a la pesca de lo que tan rápido fuga, es ser un guardián del hielo que busca capturar lo que a cada instante cambia mientras se derrite bajo el sol, receptivo a cada signo, soportar la inquietud y bienvenir la ocurrencia.
Escribir para aprender a perderse y que venga lo que tenga que venir a esa lengua que habla debajo de la lengua que hablamos todos.
Fabio Morábito dice: el poeta solo sabe de lo que escribe, del verso que lo tiene ocupado y más allá de él, no sabe nada; así, cada verso lo toma por sorpresa. Todo poema está fincado sobre la sorpresa de quien lo escribe y, en consecuencia, sobre su nula voluntad de construir algo, que se afirma en cada paso, a cada verso.
Pero, ¿puede concebirse este procedimiento de libertad cuando la poesía que se escribe está destinada a la infancia?
Entonces me propongo pensar la infancia ya no como el territorio originario de todo acto poético. Ahora quisiera detenerme en la dimensión política de la infancia, sus sentidos diversos y, a veces, contradictorios.

Tres.
La dimensión política de la infancia

El cuerpo infantil nace expropiado, dice Andrea Jeftanovic, desde el primer día es objeto que se disputan familia, Estado y mercado. El poder está ávido de poseer ese cuerpo. Para la familia es un cuerpo donde poner sus afectos y su disciplina. Y pide obediencia. Para el Estado es un cuerpo público destinatario de políticas de salud, educación y cuidados (en el mejor de los casos, cuando hay un Estado que se ocupa) futuro ciudadano con derecho a voto. Y pide obediencia. Y para el poder económico ese cuerpo es un futuro consumidor. Y pide obediencia.
Del cuerpo infantil que mientras es infantil se supone incompleto, al poder le interesa su obediencia.
Desde el punto de vista del poder un cuerpo infantil es permeable, disciplinable, muy vigilado. Que se nombra, clasifica, estandariza. Que se reduce a un colectivo homogéneo.
Y al mismo tiempo es un cuerpo ocupado por un sujeto en pleno estado de descubrimiento. En el momento de entrada inaugural a la cultura, a los bienes culturales y a lo que se juega en los modos de hacer lazo con los otros que median para él el mundo parte por parte.
Pero a ese poder le interesa el todo, no la parte. La montaña, no la piedra.
La poesía es parte y hace parte de algo. Habla de partes. Piedras que representan montañas. No hay una infancia que poseer. Ni hay plan sobre qué decir, no hay pedido de obediencia.
Se puede decir que la infancia todavía está suelta, que no ha terminado de sujetarse a la lengua ni al pensamiento que la lengua organiza y fija. Fija en el sentido de ligar a una comunidad y también fija lo que se debe decir y cómo. Se es parte de algo y, al mismo tiempo, eso no es todo. El margen de movimiento frente a lo que se fija es lo que da lugar al deseo. Ese deseo es lo que le interesa fijar al poder y para esa sujeción a rienda corta y completa es imprescindible la obediencia. Para imponer autoridad el poder sostiene tener algo que al obediente le falta. En la posición de obediente alguien concede que no sabe y calla.
Para el poder la infancia es subalterna, sostiene Spivak y señala el peligro del trabajo del intelectual que habla en nombre del subalterno y no hace más que reproducir modelos de dominación.
¿Qué poesía le habla a la infancia? ¿Con qué procedimientos poéticos las voces que le hablan a la infancia cuestionan los discursos tradicionales de control y autoridad?
Porque la poesía a que le interesa sostener una conversación con esa delicada y fugaz sensibilidad de la infancia sabe que hay una ganancia en la pequeña voz que cuestiona los discursos dominantes y que cuestiona al poder. Que si los niños son sujetos periféricos (Nelson Osorio) o subalternos (Spivak) la decisión política de escribir para la infancia entonces puede ser la de ubicarse en una periferia.
¿Y si la voz dirigida a un niñx fuera la posibilidad de un discurso que por su libertad para nombrar las cosas al margen de los paradigmas de normalidad auspiciara una escritura al reverso del lenguaje y de las ideologías hegemónicas? ¿Acaso esta posición no abre una forma alternativa, genuina y poética de conversación con la infancia? ¿Otra manera de leer el mundo?
La supuesta carencia o limitación de lenguaje que a los poderes interesa subsanar, para la poesía puede ser la condición revolucionaria que permita una práctica cultural marginal dentro de un sistema cultural hegemónico.
Desde esta voz que le habla a la infancia —sin gestos condescendientes— se rechaza el lenguaje de los poderosos, la retórica de la oficialidad. Se encuentra el lenguaje como lo extraño dentro del propio lenguaje (como lo extranjero) como la libertad para la invención sintáctica, la metáfora y lo inconcluso. La posibilidad hermosa de nombrar la parte por el todo.
Tal vez para los y las autoras que escribimos para la infancia sea posible un trabajo con el artificio sobre la propia realización con el lenguaje. Escribir al borde de la lengua. Que el dibujo de la letra sobre la página toque una materia, raspe el cuerpo, entre al territorio primitivo donde lo sonoro dice algo fuera de los sentidos previsibles, y así la lengua, entre paréntesis de la costumbre busque desmontar los lugares comunes y acercarse a ese lugar originario del que emerge la poesía.

Cuatro.
Ser mujer y escribir poesía para la infancia

Las tretas del débil se titula un ensayo de Josefina Ludmer en el que se propone pensar cómo responde una mujer al poderoso. Porque también el lugar de la mujer en nuestra cultura es marginal. Todavía. En los tiempos de Sor Juana Inés de la Cruz y también hoy. Y es un asunto que nos ocupa. Se ha abierto la posibilidad de pensarlo y discutirlo. Y quisiera traerlo para compartir algunas inquietudes hoy con ustedes.
Ludmer propone una lectura sobre la Respuesta de Sor Juana Inés de la Cruz a Sor Filotea. Sor Filotea es el nombre que se pone el obispo de Puebla para abrir un diálogo con Sor Juana. Es una treta de poderoso ocultar su nombre-sexo para hablar en términos de una horizontalidad ficticia. Dice Ludmer: “Sor Juana, en un doble gesto combina la aceptación de su lugar subalterno (cerrar el pico las mujeres), y su treta: no decir pero saber, o decir que no sabe y saber, o decir lo contrario de lo que sabe. Esta treta del débil, que aquí separa el campo del decir (la ley del otro) del campo del saber (mi ley) combina, como todas las tácticas de resistencia, sumisión y aceptación del lugar asignado por el otro, con antagonismo y enfrentamiento, retiro de colaboración.”
Juana escribe sobre el silencio femenino. Cuenta en su biografía de cuando le prohibieron el estudio por tres meses, dice: “Aunque no estudiaba en libros, estudiaba en todas las cosas que dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal”. Es un gesto de resistencia y es un gesto profundamente poético.
Lo poético primero es una manera de leer el mundo.
Mientras pensaba en esto que hoy vengo a traerles como inquietud, leí en la revista Anfibia una entrevista a Josefina Ludmer, en la que dice que ser mujer en general y en los ámbitos intelectuales en particular no es fácil. Cuenta que tuvo que abrirse camino en un mundo de varones. “Cuando empezás a hablar dejás de ser una señora y te convertís en… no sé, en una especie de amenaza”.
Otra vez la pequeña verdad biográfica arroja luz sobre lo que se escribe. Podría llamarla en términos teóricos la posición de sujeto epistémico. Es decir, ¿qué pulsa debajo de cualquier trabajo escritural si no es un deseo propio y sus efectos opacos sobre el cuerpo del que busca una respuesta? ¿qué eros vital enciende el trabajo minucioso y paciente con cualquier objeto que se elija? ¿no podemos llamar también a ese sujeto epistémico: sujeto poético?, aunque no siempre esté a la vista. Es un deseo de la razón íntima y señala el punto que anuda el decir, entender, investigar, esclarecer o escribir de alguien a su búsqueda. El objeto de la pasión. Y esa pasión es un desvío, siempre. Una piedra que representa una montaña. Cuando alguien más desde sus propios desvíos pasionales se acerca a un objeto investido así por otro, lo advierte. Lo siente, me atrevo a decir. Ese punto opaco es el borde que permite que se toquen dos sensibilidades, es el punto de contacto entre uno y otros. Y eso es lo que en un texto hace efecto poético.
Me interesa pensar el lugar que tienen hoy las mujeres que escriben poesía para la infancia en el imaginario de un campo cultural mayor: el de la literatura. O más, el de la cultura. Sospechada esa escritura de “menor”, “demasiado emocional”, “muy femenina” el trabajo que tenemos que hacer para buscar la forma sin renunciar al modo propio, al cuerpo desde el que se escribe. ¿Cómo habla la poesía escrita por una mujer a un niñx? ¿Cómo se encuentran esas dos periferias? No la tenemos fácil, ¿cómo se autoriza a una sensibilidad femenina a conectar con una sensibilidad de infancia que esquive el territorio al que empujan la tradición y los prejuicios? Quizá cuidarse de caer en la trampa de lo que se espera de un lado o del otro.  Autorizarse en lo propio no es sencillo. Separar la paja del grano, decidir qué queda de esta marca del cuerpo que es la escritura de una mujer que escribe y qué relación de obediencia tiene con el canon hegemónico y la verdad monolítica y viril, detrás de una literatura autorizada. Esa, por ejemplo, que necesita para quedar bien parada de un remate de ironía si se mete en el territorio de lo sentimental. Más allá de la eficacia del procedimiento, de su resplandor poético, lo interesante es que no se imponga “como el modo” sobre otros modos de hacer poesía.
Es un desafío para quien escribe y para quien lee encontrar la manera de aproximarse a un texto poético con suspicacias sobre los propios prejuicios para la lectura.
Hay, cómo negarlo, puntos de tensión entre los territorios de la infancia y la poesía. Es interesante buscarlos para pensarlos. Para no fijar una respuesta definitiva. Si al poder le interesa lo fijo, lo incuestionable, lo inerte, entonces abrir el juego para proponer lecturas provisorias, dar lugar a más preguntas porque todo no se sabe, en fin, las tretas de débil para seguir perdidos en un bosque es una productiva manera de desobediencia.
Pienso que no toda la poesía que se escribe para la infancia es la que encuentra cómodamente su lugar en los estantes. Más bien hay que espigarla muchas veces en textos poco clasificables. Escrituras como las de Carlos Gassa Toro, María Teresa Andruetto, Juan Farías y tantos otros que poéticos en el trazo no importa a qué orden en el anaquel respondan. Recuerdo que una vez cité un libro de FCE durante un taller en México. Estaba la editora de infantiles. Cuando dije poesía y saqué el libro Quiere a ese perro de Sharon Creech, comentó sorprendida que lo ubicaba como narrativa.
Y quizá sea una suerte que la poesía, desobediente en todo, asalte desde el lugar menos esperado como los objetos que encontrábamos con mi abuelo cuando nos perdíamos por las calles del barrio:
herraduras
media cáscara de nuez
piedras
una hormiga

Bibilografía:
Andrea Jeftanovic, Hablan los hijos. Discursos y estéticas de la perspectiva infantil en la literatura contemporánea. Editorial Cuarto Propio, 2010, Chile.
María Teresa Andruetto, La lectura otra revolución, FCE, 2014, México.
Fabio Morábito, El idioma materno, Sexto Piso, 2014, México.
Josefina Ludmer, Las tretas del débil, La sartén por el mango, Ediciones El huracán, 1985, Puerto Rico.