martes, 17 de diciembre de 2013

El imperativo de la desobediencia
Post dedicado a mis compañeros del Máster desde aquellos días de sirenas en la fuente

Los que trabajamos en la industria de la cultura en el sector parcelado para la infancia, los que producimos bienes destinados al consumo de los niños, muchas veces apelamos al  recurso de “identificarnos con el objeto” (noción difusa y cargada de connotaciones ambiguas, venida de otros territorios, que ilustra vagamente la idea de “ponerse en el lugar de” que nunca será lo mismo que “estar en el lugar de”).  Aceptar la distancia que hay entre uno y el otro, es saber de una dificultad. Uno escribe para niños/jóvenes pero no es ni lo uno ni lo otro. Eso no significa que no pueda encarnar la voz de uno u otro con artificios literarios (y nada más que literarios, que no son símil: eso reduciría el tremendo impacto de la metáfora, que no es comparación, es metáfora)
En esa búsqueda, hay un niño o un joven perdido en las nebulosas de los imaginarios, de lo que uno fue, vio, sintió, conoció, en fin, la cantidad de sentidos que llenan ese universo que dispara la palabra niño/joven. Y de todas las cualidades que adornan ese universo, la que  hoy echo en falta es la de la desobediencia.
Ser desobediente, no acomodar a lo que se espera, es lo mejor de la infancia. Desafiar la lectura de los que imponen. Afirmarse en la propia versión de los asuntos, es de las cualidades de “la infancia de mi nebulosa” que más añoro.
Y digo que echo en falta porque en el campo de la cultura destinada a los niños hay mucho acomodo a las formas. Y curiosamente eso anula las formas. La forma pasa a ser uniforme. Y la literatura es un trabajo con las formas. Entonces, lo que echo en falta es la desobediencia, la irreverencia. Pero no la desobediencia superficial: esa especie de impostura compuesta tan de moda. Vamos… cierta incorrección ya es lo correcto. Ser el chico o la chica mala  para disimular que uno no tiene ya nada que decir, también cansó. A mí al menos. Me puede causar un efecto de empatía circunstancial y pasajera. Pero, ¿y la obra? Podemos ya salirnos un poco de las vidrieras coquetas y vacías.
Es época de deseos y propósitos, para el tiempo que viene quisiera muchos lectores emancipados, mediadores discutidores y en desacuerdo con lo esperado, debate encendido, libros provocadores en serio, desobedientes en las formas, pataletas a la uniformidad, desafío.

Eso: libros que sean desafío para los mediadores, los lectores, los editores, los libreros. Pedazos de manjares desconocidos que pongan estos paladares nuestros en desacomodo. Eso deseo, y un año delicioso para todos.

jueves, 24 de octubre de 2013

Mi abuelo era Dick Van Dyke

Hoy acá vamos de cuento y vamos con mi abuelo. Porque sí.
A Oscar F. Tobler

Para salir de mi barrio tengo que dar vuelta la esquina y subir por la calle de asfalto. Esa que me lleva y trae todos los días. Es empinada. De ida, a cierta altura, hay que disminuir la intensidad de la marcha. Sucede a mitad de la cuadra. Justo adonde está la casa del Show de Dick Van Dyke.
Cada vez que paso —y paso desde hace mucho tiempo— imagino que viven los Petrie y quiero entrar. Miro los escalones, las líneas voladas, esa exagerada modernidad de los 60´s; tan encantadora, además.
Voy despacio pero avanzo, para no despertar sospechas, como si alguien pudiera adivinar lo que pasa por mi cabeza. Como si alguien supiera que algún día voy a entrar porque quiero un nuevo episodio pero, esta vez, conmigo adentro.
Podría suceder a la tarde, así espero el momento en que Dick Van Dyke abre la puerta y dice: “ya llegué, cariño”, y Mary Tyler Moore aparece con una copa en la mano. Para él. Un martini que se me ocurre el colmo de la exquisitez, especialmente por la aceituna en el fondo. Y la forma de la copa como triángulo equilátero que repite invertido el modelito evasé del vestido. Ah, la belleza de las líneas puras.
Dick aparece en su personaje de Rob y tropieza con el puff de la entrada. Aparece con esa musiquita liviana que predispone el ánimo a la risa. Cae al piso en una voltereta acrobática mientras Mary en el papel de Laura (¡Laura!) también se enreda con gracia. Porque ellos son así, torpes con coreografía. Flotan en equívocos y traspiés. Me muestran el costado etéreo de la torpeza. A mí precisamente. Pero dentro de aquella casa yo también voy a tener esas cualidades. Lo he pensado largamente. Cada vez que he pasado por el frente. La materia allí se aliviana. Como Rob y su jocosidad permanente ¿Algún hombre es capaz de sostener esa sonrisa espléndida, tarde a tarde, durante todas las veces que llega a su casa? Rob sí ¿Alguna mujer se mueve en su rutina doméstica como una Maya Plisetskaya? Laura, por supuesto. Que, bien pensado, voy a ser yo. O sea Laura soy yo. Para qué andar con vueltas.
Voy a recibir a Rob con desabillé de matelasse blanco y un martini  seco, también para mí, si no qué gracia. Desde el primer momento nos vamos a cruzar guiños cómplices y chistes animados. Bromas elegantes: el ambiente reclama un toque de distinción. Y para completar el momento de placer mundano, Rob va a tomarme de la cintura breve, flexible, y yo, voy a girar en sus brazos al ritmo de “Dream a little dream of me”. Y mientras giro, Rob sonríe y hace muecas con esa simpatía que me puede. Dick Van Dyke en la casa de su show me conduce entre muebles de estilo americano, tostadoras eléctricas y un combinado reluciente. En la mano sostengo la copa. Mientras bailo, la sostengo, sin que se derrame una gota. Giro y miro a Dick que es igual a mi abuelo. Es mi abuelo.
Esa casa es la casa del Show de Dick Van Dyke y mi abuelo es Dick. Y me lleva por toda la habitación mientras suena la música. Me tiene en brazos porque me he vuelto pequeña. Y lo que suena ahora ha perdido su sonido de alta fidelidad porque sale de una radio mal sintonizada. O a lo mejor es la única sintonía que puede. Mi abuelo es el hombre más simpático del planeta. Ríe como nadie y cada vez que entra por esa puerta tiene un gesto que me reconcilia con el universo. El mismo gesto de Dick Van Dyke.
La copita también redujo su tamaño y es de ginebra. Mi abuelo me levanta y me hace girar por el aire. También toma su vermú pero las pretensiones mundanas no soportan la jubilación en esta esquina del mundo.
Mi abuelo ha puesto un tango en la radio. No me gusta nada. Prefiero la tele bien fuerte como sonido de fondo. Tengo suerte si está el show, su música que me vuelve a la danza, a los martinis, a la liviandad amable de un mundo feliz. Y mi abuelo, me sienta sobre sus rodillas, y me hace una broma elegante. Porque la pobreza no quita el don de gente, ¿así era? Me hace olvidar el mantel de hule y los pocillos de todos colores. Mi abuelo me hace olvidar de lo que quiera.
Acá a la vuelta está la casa del show de Dick Van Dyke. Un día de estos voy a entrar y voy a decir: “Gracias por el martini, cariño. Sos adorable”.
Y voy a bailar hasta el cansancio en brazos de mi abuelo, “Dream a little dream of me” y “La cumparcita” todo junto y manteniendo el ritmo. Con elegancia y, ¿a quién le cabe duda? con alegría. Con la más auténtica alegría.




miércoles, 11 de septiembre de 2013


Escribí estas palabras para mis compañeros del Instituto Superior Dr. Antonio Sobral. Y se me ocurrió que también podían ser para tantos compañeros que no conozco. 


 Córdoba, Martes 10 de septiembre de 2013
Queridos maestros,
todos los que están aquí hoy,
a los que nos une sobre todo una elección: 
Porque estamos por eso, porque un día, cada uno de nosotros, vaya a saber por qué razones o emociones, eligió esta manera de estar en el mundo: la de acompañar a otros en la búsqueda de su propio camino compartiendo los prodigios que esta cultura pone a nuestra disposición.
Me conmueve pensar que somos/seremos los que repartimos un tesoro. Que no es de monedas. Es un tesoro simbólico hecho de larga memoria humana. De pensamiento que enlaza cada una de las vidas desde el principio de los tiempos. ¿No es misterioso y emocionante saber que somos los conectores de infinitos eslabones de ideas? ¿Que participamos de un diálogo que comenzó con el primer  ser humano sobre la tierra y terminará con el último?
 Eso que nos enlaza es un tesoro mil veces más valioso que cualquier otro. Y está en nuestras manos la tarea de hacerlo circular entre todos. Yo creo que ese es el mayor acto de justicia. Es más creo, que es la más terrenal y posible forma de justicia. Y ahí estamos nosotros, los maestros, herederos del arte de nuestros maestros en esta tarea anónima y cotidiana de dar continuidad. Que es como decir “de dar vida a los saberes”. Que los saberes sin personas que los piensen, los sientan y los duden no son nada. Son cosa muerta, vacía.
Entonces, queridos compañeros, somos miles de amantes invisibles de esta memoria colectiva. Hacedores laboriosos de esta casa que habitamos todos, la cultura. Con cada una de sus particulares formas, parte de algo mayor que nos contiene.
Lo más importante sucede al interior de cada aula que promete un mundo mejor. Porque a nuestro trabajo lo define lo particular. Cada día, cada grupo, cada alumno, le da sentido. Más cerca de la reinvención que de la repetición. En un tiempo que es más de promesa que de resultados apurados. Somos artesanos de la paciencia y de la espera. Nunca sabremos del todo qué ha pasado con eso que hemos compartido, nos mueve la confianza. Y no es poco.
Por eso, por la tarea cotidiana que se despliega en  cada aula del mundo y de nuestro país, por ese espacio de intimidad y encuentro con otros, hoy nos celebramos.
Para concluir, los invito a imaginar un abrazo enorme que nos contenga a todos  y nos de la fuerza y la esperanza de seguir, y soñar, y dejarnos tocar por esa magia de la que somos parte.


Laura Escudero

viernes, 2 de agosto de 2013


De la literatura y los haceres en la escuela

Hace unos pocos días tuve la fortuna de participar de una mesa de escritores cordobeses junto a María Teresa Andruetto, Lilia Lardone y Mariano Medina con la exquisita coordinación de Carolina Rossi. Hacia el final de la charla se suscitó un breve debate. Hablábamos a propósito de la literatura en la escuela. Y vino a cuento la cuestión de “trabajar” un texto. Opinábamos sobre este trabajo, planteábamos que parece deseable poner el foco en lo literario. Es decir, que aquello de tomar un texto literario para ver los sustantivos y los adjetivos no parece el mejor camino para formar lectores de literatura. Acá deben disculpar las trampas de la memoria. Es para mí imposible recordar las intervenciones con fidelidad. Permítanme  entonces plantear la idea general.
Pensábamos, conversábamos entre nosotros y con la gente, sobre estas cuestiones y tratábamos de profundizar sobre lo que significa “trabajar” el texto. Nos preguntábamos si no se corría el riesgo de caer en estas cristalizaciones de ideas por desgaste de las palabras. Si no era posible reducir el sentido de los conceptos como sucedió con aquel “placer de leer” que abordó Graciela Montes en “Una vuelta de tuerca”. Porque ¿quién sabe qué hacer con la literatura? Leerla, se me ocurre contestar en primera instancia ¿y después? ¿es posible hacer algo más? ¿sabemos nosotros mismos qué hacer con nuestras lecturas? Es un terreno que cae de lleno en la intimidad, en el devenir subjetivo de cada lector. En un  espacio de enorme fragilidad.
Entonces ¿qué enseñamos? Y es aquí donde puede sentirse como una parálisis. No puedo hacer nada más que leer.
¿No puedo hacer nada más que leer? Leer es mucho pero ¿y si esas lecturas me disparan fuera del texto literario a otros ámbitos, a otros discursos.
Todos vamos y venimos en la vida por diversos textos y discursos. Todos leemos para conmovernos y también para aprender cosas. El miedo a equivocarse puede ser paralizante. Los escritores leemos textos informativos o enciclopédicos para documentarnos. Vamos y venimos. Y como lectores sabemos bien qué buscamos en cada caso. Aunque con frecuencia uno encuentre más de lo que buscaba. Y hasta sea un misterio lo que ha encontrado ahí.
Entonces, me quedé pensando. Es posible que sea más interesante el “cómo” que el “qué”. A ver si puedo explicarme mejor. Parece tan importante encontrar respuestas sobre qué hacer con el texto literario que ocupa un primer plano  con pedidos de recetas y fórmulas. Sin embargo, cómo hago las propuestas, las invitaciones, me parece clave. En principio la indagación personal acerca de la propia relación con lo literario. De honestidad y compromiso subjetivo. Parece difícil, intangible, inasible. Pero sospecho que es lo que me va a permitir una posición. Y la posición del mediador me parece crucial. Su formación profesional, lo que va a habilitar un deslizarse por campos diversos sin perder el pie en lo literario.
Y recordé un libro que amé durante mi infancia: El sol albañil. De Ernesto Camilli. Un texto curioso, en el borde. Un poco libro de lectura, manual,
 pero en mi opinión definitivamente literario. Sus relatos desgranaban sustantivos, verbos y adjetivos como uvas de un racimo que respiraba literatura. Se olía la pasión del maestro por la lengua y sus confines. Su posición se colaba en la propuesta.
Sigo pensando en que la clave es cómo hacer para invitar a los lectores a que habiten un texto. Y el “cómo” me parece que se despliega, abarca el “qué”, lo acuna y lo contiene.
Y hace que uno anude sus recuerdos más felices al “quién”.



sábado, 6 de abril de 2013



¿Literatura infantil?
No resulta fácil definir qué es la Literatura Infantil  sin apelar al recorte de un corpus, a un canon. Algo cambia y algo permanece. Algo se configura continuamente, es dinámico. Porque, para empezar, definir infancia es una aventura compleja. Cambia la perspectiva según los contextos y las miradas. Si pensamos que no hace mucho tiempo (para el tiempo que mide las edades de esta humanidad con escritura) ni siquiera existía la infancia. No había nombre para esa época de la vida, ni bienes culturales que le fueran destinados.
Pensar la infancia de un niño de los cerros de Jujuy no es lo mismo que pensar la de un niño de ciudad. Y en la ciudad la representación de infancia de un niño que habita los barrios de la pobreza no es la misma que la de un niño de clase acomodada. Digo, la representación que ellos mismos tienen de sí. A la que uno puede acercarse escuchando sus propios relatos. Cuando uno dice “niño” aparece de inmediato una representación genérica que excluye tantísimas otras zonas. Y lo que no conocemos, o no viene de inmediato a nuestro imaginario  cuando nombramos “niño”, existe. Y tal vez sea mayoría, mayoría dispersa por estos rumbos. Una mayoría en la que no nos detenemos los que formamos parte de la industria cultural. Y no estoy postulando la necesidad de literaturas infantiles para los distintos tipos de infancia. Solo me permito sospechar  la trampa en la que podemos caer cuando pensamos “lo infantil” como un genérico que se impone. Un estereotipo hecho de la evidencia empírica de los adultos que se relacionan con los chicos y producen objetos culturales destinados a ellos.
Entonces, la literatura. Pero ¿cómo pensar una literatura que efectivamente estará destinada a los niños sin pensar en ellos? ¿Y cómo pensar en ellos sin caer en estereotipos? Cada uno de nosotros conjetura una respuesta desde su ámbito. Porque cada quien pondrá el foco de acuerdo a su relación particular con el objeto que estamos interrogando. Los editores tendrán algo para decir, los creadores (escritores e ilustradores) los mediadores, los especialistas, los diseñadores de políticas de lectura del estado, los libreros… En fin, me parece que la respuesta será dinámica y polifónica. Y tendremos coincidencias y divergencias.
¿Ese libro es literatura? ¿Es infantil? ¿Para qué edad? ¿Les gustará? ¿Se venderá? ¿Trata sobre universos cercanos al niño de hoy? ¿Es dinámico, entretenido, actual? ¿Lo elijo? ¿Lo selecciono? ¿Lo publico?
 Y entonces los invito a leer:
Por tierras de pan llevar
Juan Farías
Miñón S. A. 1987

“A la abuela de Ismael la llamaban Loba y era una mujer despreciada. Gruñía más que hablaba y puede que estuviera loca. Las gentes de bien, por no verla, le azuzaban los perros o, a pedradas, la hacían correr por el camino de salir del pueblo.
La loba era el pecado de muchos. Hubo quien por ver en ella una trampa del Diablo, la roció con agua bendita y después quiso prenderle fuego.
También hubo quien, después de despreciarla y maldecirla delante de todos, salió en la noche a darle caza, que era fácil, que sólo había que cebar los cepos con vino y pan caliente.
La loba, en invierno, buscaba cobijo en las cuevas de la arcilla. Allí se encogía entre la paja y trapos, a frotarse las manos y cantar hechizos para que el frío no le doliese en la piel.
En los Mayos, la Loba bajaba a los borrachos solitarios y también a agazaparse entre los trigos, a espigar para luego comerlo crudo.
A veces  la olfateaban los perros o los gañanes de mala entraña y unos y otros iban por ella.
Algunos decían: “Pobre mujer”, pero muy pocos la dejaban arrimarse al fuego.

Un mes de Mayo, la Loba, embarazada de Dios sabe quién, parió una niña. Parió sola, sin nadie que le dijese cómo. Pasó Julián, vio y quiso ayudar, pero la Loba empezó a morir de mal parto.
“Muérete y descansa, mujer” dijo Julián y prometió cuidar de la niña.
 La Loba gruñó algo, o fue sólo un estertor. En seguida, su mirada dejó de ser la de un animal herido.
Julián allí mismo, cavó una tumba, cavó hondo por guardar bien y rezó lo que sabía bueno para ánimas.
Así nació la madre de Ismael.”

Y me quedo conmovida, encendida y atravesada por esta prosa que vaya a saber si hoy se publicaría, se vendería, (si no tuviera el nombre de Juan Farías en la portada) Si por estas latitudes encontraría lectores.
No sé. Ojalá sí. Yo solo me pregunto.
Y claro que lo recomiendo. Claro.

viernes, 8 de marzo de 2013


De lo que pasa con dos libros cuando se derraman uno dentro de otro

El grito silencioso
Kenzaburo Oe
Anagrama, 1995

María Domecq
Juan Forn
Emecé Editores, 2007


Sabemos que uno lee para encontrarse, que la literatura revela los mapas de la geografía interior de cada lector. Pero en algunas ocasiones, raras y maravillosas, un libro aparece en el momento justo y dice lo que la propia voz no puede. Y se hace cuerpo, se hace piel. Eso me pasó con El grito silencioso. Pero no fue fácil. No me entregué con docilidad a esa lectura. Porque es un libro duro. Al principio me enredé, y acusé a mi ignorancia sobre el Japón y su historia, de mi resistencia para la entrega. Y no era eso, claro. Fue entonces otro libro, María Domecq, el que hizo de puente, me devolvió a la superficie y apaciguó el ánimo para una vuelta cautelosa. Interrumpí la lectura del primero, me sumergí más aliviada en el segundo para luego retomar el anterior, esta vez, sin temor a la captura.

Con los dos libros me enfrenté a los fantasmas de una estirpe maldita.

“Y si lo que tanto me abrumaba era la fatalidad genética, para llamarla de alguna manera…” (María Domecq)

¿Y si es eso lo que abruma?
La fatalidad genética  de un linaje que arrastra la “culpa” de los antecesores y ha negado respuestas, ha guardado secretos, que se clavan como puñales en el interior de quienes ahora se enfrentan al enigma porque no pueden ya explicarse. Ni a los anteriores, ni a ellos. A menos que encuentren pistas para develarlos. En María Domecq hay respuestas que llegan a tiempo, si llegar a tiempo es eso que sucede.
Pero en El grito silencioso los secretos han ahondado la hostilidad de dos hermanos que no pueden entenderse sin juzgarse. Que arrastran la tragedia. Porque el juicio de uno sobre el otro niega la posibilidad de un signo para nombrarla. No hay forma de conjuro. Flota como las pesadas nubes de nieve sobre el pueblo de Ókubo.

“Se me ocurrió entonces que la causa de mi desazón tal vez fuera que, en el fondo, me daba cuenta de que quienes les sobreviven no pueden hacer nada por los muertos.” (El grito silencioso)

El grito silencioso no acepta lectores impacientes. No deja cabos sueltos, pero hay que rastrearlos a los largo de las páginas porque la respuesta no llega justo después de formulada la pregunta. Llega cuando uno ha olvidado esa inquietud, cuando uno ya no puede protegerse de la respuesta. Gran, gran libro.
Muy recomendables los dos.

lunes, 21 de enero de 2013


Maqueta
Iris Rivera/Luciana Fernández
Calibroscopio 2012.

Es un libro con sustancia poética. Hecho de cartón, arena y agua. Escrito sobre la piel de los que se la juegan. Se juegan el pellejo. De palabras/imágenes que muestran la persistencia de lo que podría ser el resto, lo inútil, lo que sobra en este mundo. Y la perplejidad frente a los que están para flotarse solitos. Los que saben que flotan pero por las dudas se quedan en el palco, a la distancia es más seguro. Y más cómodo ¿Quién está dispuesto a renunciar a su comodidad? A ensuciarse, diluirse, perderse en el fluir caudaloso que propone este libro del que no se sale confortado. No. Se sale rasgado, roído, desacomodado:

“El suelo y los cerros eran de arena,
pero el río que bajaba era de agua.
Ni de pétalos de rosa ni de escamas de jabón.
De cartón, arena y agua era la aldea.
Y un puente de alambre cruzaba el río.”

Para lectores valientes de cualquier edad, con ganas de jugársela, de no salir igual. De fundirse con el barro, ser chasquido de papel manteca, arrojarse al agua del decir poético de Iris Rivera& Luciana Fernández.

miércoles, 16 de enero de 2013


Lecturas de otra naturaleza: Sobre las dificultades de obtener respuestas en el campo de la lectura, los lectores y sus efectos.

Los debates sobre la validez, la pertinencia y la eficacia de las metodologías de investigación en las Ciencias Sociales llenan tratados de epistemología. Sin embargo lejos de tener respuestas definitivas, a la  hora de abordar un investigación –aun una de pequeña envergadura y modesto alcance- lo que se multiplican son las preguntas.
La asepsia parece imposible cuando se trata de seres humanos y el control de las variables, de una complejidad que abruma.
Sin duda las encuestas y las estadísticas vinieron a aportar una distancia –objetividad- prometedora. La claridad de los datos que arrojan hace más sencillo, o parece que hace más sencillo, arribar a conclusiones, encontrar causalidades, en fin, arrojar alguna luz que imaginamos llegará luego a los que deben tomar decisiones.
Pero también, y esto creo que no hay que olvidarlo, dejan de lado lo particular.
Y aquí creo que la casuística, la etnografía, aportan una perspectiva interesante porque justamente se acercan de otro modo al “objeto”. Ponen el foco en esos relieves que escapan a la multitud. Es más costoso en muchos sentidos, llevan más tiempo y tienen algo de “artesanal”, de minuciosidad porque se ocupan de las grietas que se advierten solo con el acercamiento. Las superficies tersas, a veces, son solo una ilusión que resulta de la distancia del que mira.
La elección de la herramienta metodológica no es inocente, como toda intervención en el campo de lo social implica una posición ideológica y ética.
Lo interesante aparece cuando se admite la duda, la pregunta, y el cruce de perspectivas. Cuando lo inmediato, lo urgente, deja lugar al sentido. A la pregunta de para qué. Y claro, cuando el investigador (académico o modesto pensador en su causa personal) no olvida la complejidad, la enorme densidad de lo humano que va desde lo que aparece sobre la superficie hasta lo que resulta un enigma incluso en sí mismo para cada uno.

Gracias a Natalia Porta López, Antonio Santa Ana, Sandra Siemens, Germán Machado y todos los que se entregan al juego del diálogo con opinión, por hacer de pequeños espacios, espontáneos foros de debate. Porque nada es más estimulante que pensar con otros.



miércoles, 9 de enero de 2013


La entrevista
Liliana Bodoc
Alfaguara, 2012.

Agradezco tanto como lectora cada vez que entro a un libro, me sumerjo sin darme cuenta en qué minuto ha sucedido y no vuelvo a la superficie hasta el final. No me refiero a esos libros que me demandan una lectura voraz, en la que se impone la velocidad por sobre la degustación sino a los que me capturan por su arte, me llevan por senderos interiores, se despliegan dentro de mí. Y esto me sucedió con La entrevista.
Es una novela juvenil, sin embargo, no hay concesiones. Hay personajes que son jóvenes, está presente su mundo, sus muros de Facebook, la música que  escuchan y todo un imaginario que no subsume de ninguna manera y en ningún momento la materia de la escritura. Como siempre Liliana Bodoc se entrega al “tesoro de la lengua” y dispone de él para nosotros, los lectores.
El relato crece con un clima dramático. Al principio ondulante y luego cobra intensidad hasta una escena mágica. Un momento exquisito en el que el actor entrevistado por los chicos urde una ilusión. Y a partir de ese asombroso artificio todo deja de parecer lo que parecía.  Y cada uno, es.

viernes, 4 de enero de 2013


Un artista del hambre
Franz Kafka.

Se puede llegar a un libro, a una lectura, de muchas maneras. Una de mis favoritas es un comentario intrigante de un buen lector. Esta vez vino de mi amiga Laura Maccioni.

Es un cuento bello sobre un asceta que hace de la ausencia del deseo un arte. De la supresión, una poética. Una economía que invierte la lógica de la abundancia y el exceso hasta mostrar la belleza exquisita del vacío:

“Un pequeño estorbo en todo caso, un estorbo que cada vez se hacía más diminuto. Las gentes se iban acostumbrando a la rara manía de pretender llamar la atención como ayunador en los tiempos actuales, y adquirido este hábito, quedó ya pronunciada la sentencia de muerte del ayunador. Podía ayunar cuanto quisiera, y así lo hacía. Pero nada podía ya salvarle; la gente pasaba por su lado sin verle. ¿Y si intentara explicarle a alguien el arte del ayuno? A quien no lo siente, no es posible hacérselo comprender.”

Kafka escribió este relato corto en 1922, pero  no fue publicado  hasta después de su muerte en 1924, como el artista del hambre, como el diminuto hatajo de huesos que exhibe el punto de fuga, el lugar del olvido y de la ausencia.