Sobre
lectores de literatura o cómo la letra encuentra los modos del amor.
El mundo era para mí del tamaño de una casa
hace poco alguien
me preguntó por lo que escribo
—es de mi intimidad— le dije
—¿puede ser de otro modo?—
me miró pero yo estaba
subida a las ramas del damasco
del patio de mi casa
balbuceaba un nombre
y mi mano chiquita buscaba
una mano que lo traía.
me preguntó por lo que escribo
—es de mi intimidad— le dije
—¿puede ser de otro modo?—
me miró pero yo estaba
subida a las ramas del damasco
del patio de mi casa
balbuceaba un nombre
y mi mano chiquita buscaba
una mano que lo traía.
Todo lo que soy viene de esos días.
¿De dónde vienen las palabras?
Yo creo que antes de las palabras hubo
sonidos.
Las palabras crecieron de la música de
las cosas, de los movimientos de las hojas en los árboles, de la lluvia, de los
pájaros.
Y de las primeras voces que hablaron
para nosotros como si comprendiéramos.
Comprendíamos.
Del mismo modo que comprendíamos el viento o una tormenta.
Del mismo modo que comprendíamos el viento o una tormenta.
De esas voces nos llegaban sus matices:
tristeza, alegría, enojo, exaltación. Antes de saber cómo se nombraban las
emociones cada uno de nosotros supo de los sonidos que las transmitían de un
cuerpo a otro.
¿Qué tiene que ver la literatura con
esto que digo?
Yo creo que mucho.
De
esas voces que ya amábamos vinieron después
relatos y poemas y nos llevaron a lugares recónditos de
nosotros mismos —y del mundo— porque habíamos traspasado una creencia anterior
y poderosa en la voz que se hace (después)
palabra.
Ese es el trabajo de los lectores de
literatura: escarbar al fondo de las palabras las emociones que guardan para
cada uno. A veces esas emociones son compartidas. Y es una alegría.
Pero sucede en el espacio íntimo de cada
lector.
Por eso los lectores necesitamos tiempo
para dejar que flote dentro del cuerpo el perfume de lo que sentimos.
Las emociones se activan, arborecen, se ramifican
porque las palabras así cultivadas evocan resonancias misteriosas. Mundos
sonoros. Cosmogonías nuevas y mágicas. Libertad en los bordes de la palabra y
sus efectos cuando todavía están un poco sueltas y se liberan casi salvajes,
casi humanas.
Todos tenemos esa experiencia anterior
con la vibración de los sonidos en el cuerpo. Algunos tienen la oportunidad de
seguir el hilo de las resonancias y descubren que lo que se hunde más profundo
en el misterio vuela más lejos sobre la superficie. La literatura es una manera
de seguir el hilo. También pueden serlo la música, la pintura, el encuentro
amoroso.
Es que la literatura habla la lengua del
amor.
Por una gracia inexplicable nos es dado
entrar a las palabras que escribió otro. Me gusta imaginar que las letras no
son planas. Que tienen aristas,
intersecciones, orillas, entradas, salientes y profundidades. Como amantes a
los lectores nos es dado entregarnos a la seducción de la letra. Si nos seduce,
entonces, todo es posible. Un amor fugaz, apasionado, perdurable. Y todo es
experiencia, conocimiento de uno mismo, porque no hay nada mejor para conocerse
que el encuentro con otro. Otro que puede ser un libro de literatura. Los
libros de literatura están hechos de una materia poderosa: letra que condensa
evocaciones en ese borde salvaje con los sonidos. Dejar que la letra entre al
cuerpo y el cuerpo a la letra con libertad. Que expanda el mundo de lo que
somos a lo que ha sido otro y su misterio. Dejar que los sonidos revelen eso anterior que vibra y eriza los sentidos.
Algo en la lectura de literatura permite
abrirse a otro, franquear el límite del sí mismo y en ese borde en que suceden
las cosas que no se pueden explicar, abandonarse, recibir lo que el otro nos revela con la lectura. Es
posible. Más allá de los significados evidentes hay significaciones personales
y privadas. La
lectura y el eros son expresiones de una enorme potencia vital.
Los lectores de literatura son
resistentes a la domesticación.
¿Entonces qué hacemos los mediadores de
lectura? ¿Qué enseñamos/transmitimos?
Tenemos una tarea delicada.
Quisiéramos dar continuidad a esa
experiencia primaria de asombro. De descubrimiento. Y sabemos que la
disponibilidad para el amor se contagia. Es necesario que alguien revele el
misterio. La sospecha de un plus de placer en el encuentro con un libro de
literatura tiene la naturaleza de romance. Hay un modo de contagio humano que
tiene estructura de triángulo. Hay uno que seduce, uno seducido y otro que
desea para sí eso que se muestra y oculta en un juego vital de desborde
imaginario. La provocación sutil del imaginario anticipa el placer, lo expande,
reverbera los efectos y potencia el deseo. Y cuando hablo de placer me refiero
a esa conmoción del cuerpo que no está despojada de inquietud. La inquietud de
lo que promete pero todavía no está.
Ver a un profesor tomado por el deseo:
conmovido, divertido, salido de sí, perturba en el mejor sentido de la palabra.
Inquieta. Provoca. Un romance apasionado, ustedes lo saben, es lo opuesto a la
repetición. Al trámite burocrático de “tener que hacer” lo que se tiene que
hacer para enseñar literatura. No hay fórmula: se inventa cada vez, se conecta
con lo que sucede “ahí y ahora” a ese sujeto deseante que también es el
profesor. Y ya sabemos que las experiencias amorosas convierten al amante en un
mejor amante. Si está dispuesto a dejarse tocar por cada amor saldrá distinto y
sabrá delicadezas nuevas para conectar con ese libro que lo ha enamorado. El
profesor tiene un extenso prontuario amoroso. Menos mal.
Las recomendaciones también son cuestiones
de empatía. Alguien siembra la sospecha de un
amor en potencia con un texto. Las listas objetivas, sin cuerpo que les
de vida, me dejan fría. Los catálogos de lo que se debe leer, el canon, a veces
obtura encuentros. Prefiero el triángulo también en esos casos. Porque los
títulos inevitables vienen de la propia experiencia de lectura.
Nombrar algunos sería injusto. La
memoria es esquiva y caprichosa. Además desconfío de esas listas que a veces
parecen más un alarde de autoridad que un intercambio sensible entre lectores.
Prefiero el recuerdo de escenas, libros en situación, por ejemplo, un verano a
orillas de un río. Estábamos con mis hijos pequeños, había llevado El perfume de Patrick Suskind, empecé a
leer y oler, todo junto, al mismo tiempo, la arena, el pasto, los pinos, la
lluvia. Todos los olores alrededor mío fueron al libro y el libro al mundo. Mis
hijos me parecían hermosos y frágiles y la idea de reducir existencia a esencia
me pareció terrible y seductora. Lo monstruoso, sentí en aquel momento, está
tan cerca, es parte de una y del mundo. Lo monstruoso es bello y devastador.
Esos juegos de los que hablo, juegos de
lectores, son también modos de creación.
Mucho después viene el esclarecimiento: prefiero lo ridículo de escribir poemas a lo
ridículo de no escribirlos como dice la poeta Wislawa Szymborska. Prefiero
lo ridículo de leer poemas a lo ridículo de no leerlos.
Con estas palabras quisiera despedirme y
desearles buenos romances por el puro gusto de mostrar otros amores a sus
alumnos, por entusiasmarlos, por dejar flotando las ganas de entrar a esta práctica
humana, vital, actual, renovada cada vez que un lector entrega su cuerpo a la
lectura porque para muchos de ellos la experiencia amorosa de iniciarse como
lectores de literatura está en sus manos.
Conferencia leída en el Congreso de San Jorge, La LIJ: RESTRICCIONES Y APERTURAS EN EL SIGLO XXI, junio de 2017.
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