Un jardín primitivo
(texto para mesa de
lectura, Filbita, nov, 2017)
Hasta los cinco años viví en un jardín
primitivo. Todo en la casa tenía espíritu salvaje: los sillones, el tocadiscos,
la biblioteca. Una biblioteca de la que mi mamá sacaba palabras que también se
ponían salvajes y hacían lo que querían conmigo y con lo que nombraban.
Las cosas tenían una intensa relación
con la luz: desaparecían en la sombra para descansar de sí mismas, volvían al
día siguiente multiplicadas en presencia. A veces, si el sol entraba oblicuo,
quedaban envueltas en un chisporroteo de felicidad extrema.
A mí me pasaba igual.
En el patio había un damasco, se
dejaba trepar, tenía hojas acorazonadas y en noviembre se brotaba de frutos que
comíamos recién cortados, a veces tibios, no siempre queríamos esperar a que
fueran lavados y puestos al fresco, nos gustaba sentir en la boca urgente esa aspereza
vegetal.
Una noche mi mamá dijo damasco. No
hablaba de árboles, ni de frutos. Dijo Damasco y damasco fue ciudad antigua,
almizcle, zoco y alfombras persas; y damasco se multiplicó sobre sí en
reverberancias nuevas. Como las cosas, a veces las palabras, chisporroteaban de
felicidad.
Y yo con ellas.
Leímos una versión para niños de Las
mil y una noches y fue la entrada inaugural al jardín primitivo de los nombres
exóticos. Nombres que no referían a objetos conocidos y por eso se volvían aire
que suena en el aire en espera libre de algo para nombrar, anticipando así su
naturaleza imaginaria. Estallándola.
Traigo esta lectura porque representa
el espíritu de un tiempo de sensorialidades abundantes auspiciadas por ese
poema anónimo, leído en intimidad, en penumbra. Tuvo la amabilidad de demorarse
para dejarme entrar (la voz que contaba /la atmósfera que rodeaba)
Las palabras tocaban la materia,
raspaban el cuerpo. Caían de maduras en otro plano, entre paréntesis de la costumbre.
Quedaba el efecto sonoro arremolinado en el umbral de la lengua, resto caído de
algún significado que llegaba con esa fuerza extraña ligada a la respiración,
al ritmo.
A ese resto me gustaría llamar belleza
por lo que invoca.
A los cinco años Zeus me expulsó del
paraíso.
Lo que no respira, muere.
En Homero psiqué, soplo vital, es lo que abandona el cuerpo, lo que extingue una
presencia en este mundo.
La voz de mi mamá, la más cercana, la
iniciática, se extinguió. Su marca en el aire, su modo de ondular palabras
desapareció para siempre. Durante mucho tiempo cuidé el recuerdo, quise
conservar el timbre, la cadencia, pero se me escapó.
Y lo dejé ir.
Quizá escribo como búsqueda de esa voz
perdida. En el camino lo inesperado me toma por sorpresa entre los restos
arremolinados de lo que fue y lo que es dentro de mí, su eco anclado en aquel
principio.
Pronto aprendí a leer para conservar
esa relación íntima con el sonido guardado en la letra escrita. El ritual de
abrir un libro y encontrar la psiqué capturada
en el signo de lo que no está pero todavía habla.
Los dioses del olimpo vinieron a
revelarme la humanidad profunda de los motivos del amor, del odio, del destino.
Todas las criaturas mitológicas tenían voz y hablaban de sus motivos. Del
jardín primitivo pasé a la epopeya. Al canto de los hombres y su comunidad, a
la deriva sobre un mar lleno de peligros y encantamientos de sirenas. El
destino, la vida, era demasiado enorme para comprenderse, el pequeño detalle de
la hoja en el talón de Aquiles no podía anticiparse, la furia de los dioses
tampoco. Podía mantener el rumbo de un barco, evitar la zozobra, dejarme llevar
por las fuerzas poderosas del viento a favor, poner proa en dirección al jardín
primitivo que aguardaba en el tiempo sumergido de la lectura al fondo, más al
fondo, de mí misma.
Durante muchas tardes jugué a inventar
epopeyas acuáticas en una pileta casi abandonada. Desde la orilla me
acompañaban iguanas curiosas, higueras de las que había que cuidarse y sol
extremo. Como una escena de Monteiro Lobato: Emilia, la mazorca y los chicos
jugaban conmigo y el lugar bien podía haber sido El benteveo. Debajo del agua
el silencio era profundo y claro. Dejaba que las voces sonaran en mi interior
mientras el pelo levitaba y yo levitaba, me volvía vegetal, me volvía agua.
Agradezco mucho esos días sueltos de
urgencias y el olvido de los que me cuidaban porque de ese modo mi naturaleza
silvestre se acompasó con la trama abierta de lo que leía sin tener otro motivo
más que volver a un ritual amoroso. Los libros estaban disponibles para mí, me
interesaban, eso era todo.
A veces volvieron. Las mil y una
noches en su versión completa apareció en los estantes de una biblioteca ajena
mientras estaba de visita. Tenía quince años, me había mudado a la ciudad, era
tiempo de repliegue prudente. La casa a la que había ido parecía una torre de
Babel, gente que iba y venía, fiesta con coreografías y yo que soy una
bailarina errática me perdí en un pasillo angosto. Leí esa noche, me llevé el
libro y seguí durante el día, no podía dejarlo. Nadie me dijo nada y si me
hubieran dicho habría contestado que cada quién se rasca donde le pica. Hubo
fiestas antes, habría después. Y con nadie podía hablar de esa otra fiesta
secreta, el reencuentro con el damasco voluptuoso, eros de la letra, que ya
estaba ahí, y ahora se abría también en el interior de las escenas.
Como lectora también soy bailarina
errática, buena nadadora sobre todo y, si la ocasión invita, prefiero la
levedad del cuerpo suspendido debajo del agua al estilo de velocidad sobre la
superficie. La lentitud en los movimientos me acomoda.
Cuando escribo algo brota otra vez en
mi jardín primitivo. Lo que soy ahora empezó durante aquel tiempo mitológico: eso otro que fue mi infancia.
Gracias! Tan maravilloso relato que evoca y trae nuevamente el recuerdo de la etapa donde me introduje en el mundo de los libros. Besos
ResponderEliminargracias a vos Natalia, Abrazos!
Eliminar