traficante de juegos de otros y alientos
con rumbos desprevenidos.
A Iris Rivera, digo.
Un toque de
distinción
(O el espíritu
oculto de las cosas)
Uno.
Toda
historia tiene una historia. Es como el juego de las muñecas rusas. Dentro de
cada una hay otra. Como nosotros: cubiertos por infinitas pieles de relatos.
Eso somos. Todos. Y venimos de piel en piel, renaciéndonos cada día, criaturas
breves de ilusiones largas, enhebradas en infinitas versiones de nosotros
mismos.
Pero:
¿Qué
nos enhebra? ¿Qué nos hace ser exactamente quienes somos? ¿Qué nos diferencia
de las miles, millones, de personas que nos rodean?
Podría
decir el espíritu. Sería una respuesta arriesgada. “Espíritu” es una palabra
muy cargada de significaciones, algunas, alejadas de lo que nos interesa. Porque
buscamos algo que diga del rasgo que hace de cada ser humano alguien único y
distinto. Pero con las palabras siempre es interesante el desafío de verlas con
ojos nuevos. Desandar un poco las pieles, quitar las capas de la costumbre, a
ver a qué lugar nos llevan.
Imaginen,
en el diccionario de la RAE hay once acepciones para la palabra “espíritu” (Del lat. spirĭtus).
Las primeras
tres:
1m. Ser inmaterial y dotado de razón.2. m. Alma racional. 3. m. Don sobrenatural y
gracia particular que Dios suele dar a algunas criaturas.
Se refieren a algo
sobrenatural e inmaterial. Vamos a dejar estos asuntos a los que se ocupan de
lo divino porque a nosotros aquí nos interesa lo humano.
Y entonces nos asomamos
a la cuarta acepción. Dice: 4. m. Principio generador, carácter íntimo, esencia o
sustancia de algo. Ah… esta nos acerca un poco a lo que estamos buscando:
principio generador, carácter íntimo.
Y
sigue mejor, verán: 5. m. Vigor natural y virtud que alienta y fortifica
el cuerpo para obrar. 6. m. Ánimo, valor, aliento, brío, esfuerzo. 7. m. Vivacidad, ingenio.
Este espíritu que
proviene del cuerpo es el que me interesa. Y me recuerda una historia que ya he
compartido. Hace tiempo un antropólogo francés, Marcel Mauss, vivió en la
Polinesia. Después escribió un libro: Ensayo
sobre el don. Allí cuenta que los maoríes eligen algunos objetos
especiales: los taonga. Pueden ser un caracol, una piedra, una danza, cada cual
elige algo personal. Y los taonga son especiales porque tienen Hau. El Hau es
la fuerza que hace diferente esos objetos de los demás. Significa algo de
viento que insufla vida en las cosas o situaciones elegidas.
Cosas con “un toque de
distinción”.
A eso me refiero cuando
digo espíritu. A algo que proviene del cuerpo, un soplo de vida. Y miren luego
qué interesante la última acepción de la Rae: Espíritu significa: 11. m. Signo ortográfico con que en la lengua griega
se indica la aspiración o falta de ella.
Los
griegos que se dieron cuenta de casi todo, notaron que algo de viento que
insufla vida, se traspasa a las palabras. Algo material, que proviene de un
cuerpo vivo y deja una marca. A veces intangible a la vista pero
evidente a la experiencia. Entonces recuerden que cuando digo espíritu no estoy
hablando de los dioses, estoy hablando de las criaturas del mundo.
El
“espíritu” al que me refiero sería un aliento movido por algo. Un deseo. Lo que
hace la diferencia. Lo que empuja las elecciones de cada instante. El motivo
para cada uno. Algo indefinible, oculto, que pulsa por debajo de lo que se ve pero
que emerge como alegría cada vez que se le da lugar.
Animismo
puro estoy proponiendo, como el de los llamados “pueblos primitivos”. Esa
palabra: “espíritu” que era casi el sinónimo particular de vida. La vida para cada uno.
Algunas
teorías proponen que todos estamos hechos de relatos, somos un tejido de
discursos, y conviven en nosotros todas las lógicas. Pulsa por debajo de la
trama de la razón el animismo. Podemos sostener explicaciones razonables, y también, mágicas para las cosas. Si no fuera así no
existiría la literatura.
Y
el lugar que tiene ese “animismo” en la vida de las personas es tal vez muchísimo
mayor del que imaginamos. Es lo que nos lleva
a detenernos sin razón en unas situaciones y no en otras. Es lo que hace de
cada lectura una distinta.
Vuelvo.
Una
niña pequeña juega en el patio de su casa. Repite unas palabras que ordenan su
juego. Son palabras para ella misma. Es el sonido de su voz diciendo las
palabras lo que sostiene el juego. Es el pulso poético de lo que dice, que en
rigor, no dice nada para nadie más. Pero sin eso no habría juego.
Entonces
esas palabras forman parte del juego. Le dan una configuración única. Le
aportan existencia.
Toda
situación de construcción de un relato está acompañada de la búsqueda de una
forma, un ritmo, un movimiento en el mundo que hace de eso, algo con ánimo, brío, esfuerzo, con “espíritu”.
Dos.
En
el mundo hay muchísimos objetos. Estamos rodeados de cosas. Tantas, que si
alguien deseara y tuviera todo,
enloquecería. Por eso, uno amuebla su vida con los objetos que elige. Y elige
con unos argumentos razonables y otros que son un misterio hasta para una misma.
Es difícil encontrar una explicación: la elección, a veces, tiene la forma de
una evidencia. Compramos algunas cosas, nos regalan otras. O las heredamos. O
las encontramos por ahí.
Pero
aun cuando se trate de objetos destinados a satisfacer una necesidad perentoria:
hambre, sueño, abrigo; algo de nosotros se juega en la elección. No nos da lo
mismo cómo y con qué encontramos esa satisfacción.
(Queremos
algo con “un toque de distinción”)
Entonces
a esas cosas que nos rodean las “distinguen” esos valores asignados por
nosotros.
Otra
vez voy a detenerme en una palabra. La palabra “valores” también ha sido
extenuada por el uso. Pobre palabra, en la boca de cualquiera diciendo
cualquier cosa, se quedó casi sin aliento, boquea como pez fuera del agua. Me
parece necesario recordar que hay una dimensión particular de la palabra
“valores”, que cada uno de nosotros lleva a cabo procedimientos de valoración.
Arriesgo una hipótesis: valorar algo es “leer” en una cosa sus cualidades como
signos en relación al repertorio de significaciones que desde nuestra
experiencia hemos atribuido. Esos signos tienen una dimensión social y
personal. Es decir: el valor de algo para alguien es la suma de los efectos que
producen las cualidades de esa cosa en esa persona en particular.
Los
objetos tienen, por ejemplo, un valor de mercado. Lo que cuestan. Es un valor
que se fija por fuera del objeto y de nuestra relación de deseo. Pero representa
una mínima porción del valor de la cosa: una botella de agua no vale lo mismo
para mí paseando por el centro con tres quioscos por cuadra que para alguien extraviado en el desierto.
Pero
el asunto va todavía más allá. Mis fotos familiares tienen un valor de intercambio
mínimo en el mercado pero no para mí.
Las
cosas tienen valores de mercado y otros: valores simbólicos, culturales,
emocionales y más. Y todos esos valores se entrelazan y constituyen al objeto
como posible reservorio del “espíritu” de alguien.
Vuelvo
a la niña.
La
niña inviste de espíritu —con esas palabras misteriosas— a su juego. Como si se
tratara de un ritual mágico traspasa algo de sí a las acciones y los objetos de
su juego. Y por eso cree. Porque para jugar hay que creer en el juego.
Esa
operación de animización de los objetos nos enlaza a ellos y también entre
nosotros, los objetos ligan, crean lazos, en todas las dimensiones de lo que
valen.
Los
libros de literatura son objetos de este mundo. Tienen valor en
metálico y más: como objetos de transacción. Por eso son mucho más que mercancías. Son objetos que circulan en
diversos sentidos y ese circular refuerza, o no, una trama de lectores. O sea:
no da igual cómo circulen.
El valor de un libro de literatura excede al que tiene como objeto material en el
exacto momento en que lo elijo y se tramita entre el libro y yo un relación
especial, yo le traspaso algo de mi hálito, algo de mí, se abre un diálogo,
entro en pacto ficcional y creo, con todas las ganas de creer, en eso que estoy
leyendo. O no creo nada y lo abandono. Son dos maneras de valorar. Existen en
mi historia con ese libro procedimientos de valoración.
Pero hay muchísimas otras situaciones que inciden en el valor de
un libro. Situaciones que están ocultas a primera vista y que vienen de la
historia de ese libro que ya tiene unas cuantas pieles al momento de llegar a nosotros.
Si yo soy la autora, mi posición de “entrega” a la escritura suma o resta valor.
Mi posición simétrica a la de la niña que busca la forma en el sonido de las
palabras, la cadencia, la resonancia que impregna de espíritu su juego, se
advierte. Hay o no ese misterio que se traspasa luego a un lector. Y en la
hondura y dimensión en que yo como autora lo he jugado.
Otras circunstancias también influyen en el valor del libro una vez que ha
salido al mundo. Algunas que pasan por mis elecciones, otras que deciden otros.
Qué cuerpo tendrá mi libro, qué diseño. Cómo se relaciona lo que dice “la forma”
del objeto con “la forma” del texto.
Y a mayor distancia pero no menos impacto, cómo aparece mi libro en un
catálogo, cómo se ha pronunciado la crítica si lo ha hecho, si recibe premios,
etc.
Y también qué hago/digo yo sobre mi libro. Mi postura como autora, mis
pronunciamientos sobre mi obra, mis consentimientos, mis resistencias, todos
mis actos en torno al libro, suman o restan valor, al “espíritu” que le
imprimo. Porque, claro está, todos somos
distintos y no todos queremos lo mismo de las
cosas. El espíritu, el hálito propio…
Si yo soy autora de Literatura para chicos, y me pronuncio acerca de la
necesidad de valorar la LIJ como arte, un arte que no es menor, y sostengo que
no hay que subestimar a los chicos, pero mi prosa huele a infantilizada, a
posición de vasallaje a la demanda del mercado, le resto valor a ese objeto, le
resto credibilidad, valor simbólico, valor sensible, valor cultural. Lo aplano. Y todo esto
es efecto de mi propia posición frente al texto, el valor que me he restado corriéndome
de mi impronta, de mi impulso vital, de mi propio juego, para someterme a las
demandas del mercado. O de lo que yo imagino que busca el mercado.
Así es como
resulta que en el libro digo cosas que no creo en el fondo, las digo porque son
políticamente correctas y conviene a mi investidura. Lo lamentable es
que traspaso esa falta de creencia al objeto. No
estoy jugando: hago como que juego, que no es igual.
Tres.
Cuando un mediador elige un libro, —que viene ya con ciertos atributos,
alientos, bríos, esfuerzos— comienza a escribirse una historia nueva de vital
importancia (si nos interesa acompañar el proceso por el que los lectores se van construyendo a sí mismos). También se huele la relación que tiene el mediador con
ese libro y con la literatura en general. Se advierte la fruición con que se
entrega al juego de leer a/con otros. Su manera
de acercarse al libro le suma o resta valor. Sus
posibilidades de ponerlo a dialogar con otros textos, de encender esa letra, de
meter el cuerpo a/en la lectura.
Si el mediador lee con distancia,
con una concepción de niñez subvalorada, con reparos, le resta valor. Si lee
para enseñar lo que él quiere le
resta valor.
Porque todo mediador-lector sabe que el “espíritu” es asunto de cada uno.
Es el hálito vital de cada ser humano. Que nadie puede obligar al valor íntimo,
de “espíritu”, a otro. Que cada cual deberá tener espacio para su juego, su
lectura, sus posibilidades de insuflar “vida” al texto. Lo que se media es el
objeto, no la obligación a una relación particular con ese objeto, que será
inevitablemente distinta para cada persona.
Los valores no están en un texto “per se”, los valores están en los
lectores y surgen de la lectura, que es de cada uno y de cada otro.
Si alguien quiere imponer su valoración absoluta sobre un libro anula la
posibilidad de que el niño lector encuentre espacio para contagiar su espíritu
al libro. Será una experiencia ajena, superficial, pasajera, con moraleja hecha
de palabras sin espíritu: palabras que se lleva el viento.
Cuatro
Un toque de distinción es una película encantadora. Un clásico. Es la
historia de una mujer que conoce a un hombre, comparten un taxi y comienzan a
frecuentarse. El hombre la seduce con -más o menos- encanto. La mujer advierte
la seducción del hombre y seduce también. Después de algunos encuentros el
hombre invita a la mujer a una situación de intimidad. En un ambiente poco
cuidado y sin ninguna “distinción”. La mujer le dice que es muy interesante su propuesta,
que le encantaría pero que las condiciones para dar lugar al deseo son otras. Y
propone.
No da lo mismo cómo la seduzca. Importa qué hace con eso, cómo lo hace. Lo
que resta o no valor a los encuentros, que después de todo, como con los libros, también son historias de amor. Y en las
historias de amor nos jugamos, y tanto que a veces salimos malheridos, pero nos
jugamos igual. Vale la pena el riesgo. Por eso, para
terminar, les convido un poema de Raquel Garzón (cordobesa, contemporánea), en
Riesgos de la noche.
Argumentos de arena
No deberíamos amar nada que pase.
Nada que nos mate un poco
cuando sus signos mueran.
Nada que nos mate un poco
cuando sus signos mueran.
Es decir, nada que ría.
Nada que tiemble o se conmueva.
Nada que florezca para luego marchitarse,
de buenas a primeras.
Nada que tiemble o se conmueva.
Nada que florezca para luego marchitarse,
de buenas a primeras.
Nada vivo, si apuramos conclusiones:
duele tanto ver cómo lo que amamos
se deshace en nuestras manos vencido por el tiempo.
duele tanto ver cómo lo que amamos
se deshace en nuestras manos vencido por el tiempo.
Es más,
no deberíamos amar, si lo pensamos.
no deberíamos amar, si lo pensamos.
Pero no lo pensemos.
Hoy no, al menos.
Hoy no, al menos.
Me tomaste desprevenida, Laura. No sé qué decir, pero Gracias!!
ResponderEliminarY un abrazo.
Es nada, vos sabés, gracias a vos por esa poesía y tantas cosas más.
EliminarPreciosa entrada. Gracias, Laura.
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